Desde el séptimo piso, por Faber Bedoya C
La primera manifestación del ser humano al nacer es el llanto, un grito. Y será su forma de comunicarse por un largo tiempo. Con innumerables variaciones, tonos, duración, intensidad, sobre todo en las noches y en la madrugada. “te toca a ti, no yo ya fui, es tu turno”. Lloran porque se sienten mal, algo les duele, están sucios, o sencillamente para que los carguen y abracen. Las madres son capaces de reconocer que necesidad está expresando su hijo y reaccionan en consonancia. Los infantes empiezan a comunicarse con el intercambio de miradas, sonrisas, guiños, movimientos corporales, un lenguaje gutural ininteligible para los demás, menos para la madre, y el llanto como su último recurso, para hacerse notar.
Ya se nos perdió en la memoria, por el exceso del consumo de años, como serían esos primeros años de formación de nuestro lenguaje, en una finca, rodeados de naturaleza y pocos humanos, con la condición que era prohibido hablar con los adultos o meternos en la conversación de ellos. Pero todavía recordamos a un primo que aprendió a decir “aputa” y eso era para risas y regaños, porque los mayores sabían que era una mala palabra y nosotros no. Una norma si aprendimos desde niños y es a decir si señor, o señora y a obedecer. No tuvimos, lo recordamos muy bien, la opción decir, no, o ya voy, o espere, después. Siempre por favor, gracias, y Dios mediante.
Ya en la escuela se amplió nuestro vocabulario, aprendimos nuevas palabras, a conversar, a escuchar y que nos escucharan, narrar historias del repertorio que traíamos de nuestros mayores. Degustar una que otra vulgaridad. Tuvimos compañeros que hablaban hasta por los codos, decíamos “que si les cerraban la boca, les aparecía un letrero”, Otros que eran callados, tímidos, no hablaban, el profesor decía que, tosieran para saber si estaban vivos. Nosotros aprendimos a conversar y no se ha olvidado, pues desde esa edad nos dimos perfecta cuenta, que las palabras son el “abracadabra”, palabra que traducida del arameo al español significa “yo creo como hablo” y el “ábrete sésamo”, que era la expresión de Ali Baba, para abrir mágicamente las puertas de su escondite. Su contraseña en términos de hoy. Aprendimos con amor o dolor, que las palabras, abren o cierran, muchas puertas y que nuestra realidad está íntimamente ligada con las palabras que usemos.
En el bachillerato fue nuestra independencia idiomática. Se enriqueció nuestro vocabulario, no solo por la sección de Selecciones que nos la devorábamos cada mes, sino por la cantidad de materias que estudiábamos y cada una nos aportaba su léxico especial, hasta el punto que se llegó a afirmar, que un bachiller dominaba unas 10.000 palabras. Además, se calificaba conducta, que comprendía el respeto por los profesores, compañeros, la pulcritud en el hablar y buen trato con los demás. Aprendimos a leer toda clase de literatura, poesía, comics, periódicos, novelas, diversos libros, autores. Hasta títulos que estaban en el “Índice”, los leímos. Tuvimos profesores que nos motivaron a hacerlo, y otros muy indiferentes, centrados en su materia. Recitábamos poemas extensos, como el brindis del bohemio, mis flores negras, cuando no era canción, y a mi moza le llevé claveles rojos. Fuimos practicantes del grecoquimbayismo, nos inscribimos en el piedracielismo, romanticismo, nadaísmo, y muchos más “ismos”. Participábamos de los centros literarios del colegio y de otras instituciones educativas, en concursos de cuentos, de declamación, conferencias, tertulias, cine foros. Colaboradores del periódico, «El Rufinista” o sea, también hilvanábamos palabras escritas.
En la universidad fue el florecimiento de la actividad intelectual. Nuestra principal actividad era la lectura, en la biblioteca de la universidad o en la Sociedad de Mejoras Públicas. Trabajamos en la librería Pio XII (del pasaje Yanuba), Colombia Foto Club, de don Luciano Moreno. Colaboradores del Diario del Quindío, de don Hernán Barbieri Cano. Cofundadores del periódico de la universidad “Proyecciones”, en compañía de la entrañable amiga, Maribel Carvajal, Antonio José Giraldo Gómez, y Jair Bermudez. La Universidad del Quindío era el centro cultural de la región y nos enseñó a vivir y a apreciar las manifestaciones artísticas en una ciudad de agricultores y comerciantes. Existían en la región notables escritores, poetas, juglares, músicos, periodistas y uno que otro personaje típico. La década del sesenta al setenta. fue un momento glorioso en la cultura quindiana, siguiendo los pasos que marcaba Calarcá. Nuestra profesión de docentes nos permitió ser trabajadores de la mente, cultores de la palabra, la cual es nuestra armadura y perfecto escudo. Elaboramos un discurso transformador, que permitió abrir puertas, allanar montañas, superar obstáculos, atravesar desiertos que parecían eternos. Sabedores de su poder, respetamos siempre la palabra comprometida, construimos, una verdad que nos ha acompañado hasta hoy, prolongada a través de hijos y nietos. Como no aprendimos a retroceder, ni para coger impulso, tenemos la fe como estilo de vida, camino, luz y guía. Somos coleccionistas de bendiciones, transformamos los pensamientos en oraciones, milagros, persona hecha testimonio, sin cárceles conceptuales o ideológicas, respetuosos de la diferencia. Y aprendimos con mucho dolor, cuando hay que decir adiós….