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Desde el séptimo piso, por Faber Bedoya Cadena
Nuestros antepasados tuvieron la ventaja de conocer y vivir en una naturaleza virgen. Montes espesos, guaduales cerrados, ríos caudalosos, potreros inmensos, tierras sin cercas, casas de bahareque, toldas, fogones de leña, inodoro de hoyo. Animales salvajes, ninguna civilización, ley del más fuerte, de la supervivencia. Conocieron la obra del Creador en su estado natural, original, fueron adanes en estas regiones. Comunicación directa con el gran Maestro. Para ellos era un milagro de Dios cada amanecer, despertar vivos, todo tenía que parecer extraordinario, no había nada común.
A los viejos los acompañaba una cercanía y practica de lo sobrenatural impresionante. Tenían una fe inquebrantable, creían en lo que hacían o mejor solo hacían aquello que creían. Hombres de creencias aferradas, no conocieron el miedo, porque en “lugares más oscuros nos cogió la noche”, decía el abuelo. “si Dios quiere”, y para adelante. Charlaban con los muertos, los espíritus, sus antepasados. Nada hacían sin antes invocar el santo respectivo, o encomendarse a la Virgen del Carmen. Creer en Dios, en un Ser Superior, para mis mayores, fue su estilo de vida, antes que religión y de ellos aprendimos, que mientras se está con Dios, todo es posible.
A nosotros, su descendencia directa, nos tocaron muchas cosas en estado primitivo. Convivimos con los guatines, guaguas, gurres o armadillos, comadrejas, chuchas roba gallinas, chuchas mantequeras, ratas grandes, parecían chuchas, ratoncitos chiquitos, que hasta bonitos eran. Cucarrones, arañas con sus telarañas gigantes, moscos, moscas, moscardones o moscas verdes, escorpiones, tábanos, zorras, zarigüeyas, chigüiros, mulas y potros cerreros, bueyes, perros, gatos, que aparecían de la nada. Cerdos de hocico largo, que había que ponerles un alambre en la trompa, para que dejaran de hacer hoyos en la tierra. Hormigas arrieras, que se comían en un par de días todo el follaje de un árbol, verdaderos ejércitos, muy ordenadas, difíciles de erradicar, las cachonas que su picada dolía de verdad, abejas, avispas coloradas, que hacía grandes nidos y nosotros las toríábamos para salir corriendo, más de una vez nos picaron. Grandes cucarachas voladoras, – no me cree, pregúntele a su abuelo y verá que me confirma lo dicho -, zancudos, murciélagos, chumbilacos, serpientes sabaneras, mataganao, rabo de aji, eso sí, de lejos. Aves de todos los colores, de corto vuelo, gallinas, gallos, gallinetas, patos, piscos, pavos reales, y de largo vuelo, loros, garzas, siriris, torcazas, palomas, colibrís, toches, cucaracheros, pechirojos, azulejos, gorriones, canarios, barranqueros, gavilanes, que se comían los pollitos, aguiluchos. Y no faltaban los indeseados, desde ese tiempo, gallinazos, persiguiendo cadáveres de animales. Se me olvidaron muchos, primo Cardenio.
De niños, tuvimos liendres, piojos, niguas, candelillas, carranchil, garrapatas, lombrices. Tuvimos fiebres altísimas, diarreas, gripas, sarampión, tos ferina, colerín, corre que te alcanzo, viruelas, paperas, neumonías, bronquitis. Supimos muy de lejos, de la tuberculosis, y las enfermedades venéreas. Pero no tuvimos mal olor en los pies, o en las axilas, o mal aliento. Se me olvidan muchas, cierto, Diego H. Nos cuidaban de todo, del sereno, el viento, la lluvia, el frio, el calor, nos abrigaban o nos quitaban los sacos, de acuerdo con el frio o calor que sentían los padres. De todo nos aliviamos, nos quedaron en el brazo las cicatrices de las vacunas que nos aplicaba la enfermera, doña Rita. Muela o diente que dolía, lo sacaban. También en la naturaleza encontrábamos los remedios, el limoncillo para la diarrea, hojas de mata ratón debajo de la sabana, para la fiebre, o limones en las axilas. Para todo malestar o enfermedad había una yerba y cuyo sabor no era nada agradable, o estaban los remedios homeopáticos del doctor Luis Carlos Flórez. Es que las primeras medicinas que tuvimos, fueron las yerbas que cultivábamos en la huerta casera, junto a los repollos, la cebolla larga, la zanahoria, estaban la yerba buena, toronjil, pronto alivio, el hinojo. Para las heridas, el café, para desinflamar, la panela. Nos falta espacio para estos remedios, vigentes hoy todavía.
En el pueblo tuvimos la oportunidad de conocer patriarcas y matronas de rancia estirpe, todos rezanderos, de misa diaria, sin falta los domingos. Seguíamos teniendo santos para todo, novenas para lo que se necesitara, los Lunes de la Misericordia, no faltaba, magnífica oportunidad de encontrarse con las amigas de barrio y desatrazarse de noticias. Señoras que tenían hasta trece hijos e hijas. Hombres que tenía dos hogares y respondían por ellos. Eran frecuentes los “hijos naturales”. A un amigo le pasó que cuando él tenía sesenta años, conoció a otro hijo de su papá, con otra mujer, diferente a su mamá.
La fe inquebrantable se convirtió en conveniencia, se acomodó, la matricularon en religiones, creencias, le pusieron etiquetas, parcelas de creyentes por parroquias, o sectas. Creer se volvió selectivo, ritualista, y tiene muchos dueños e intermediarios. Lo sobrenatural se volvió lejano, lo llaman esotérico, y es para pocos, y con reserva del derecho de admisión. Poco o nada nos asombra, todo es normal, común y también pasara. Sin embargo, mis contertulios del séptimo piso, seguimos siendo hombres creyentes en oración y acción. Firmes, porque a nosotros también nos ha cogido la noche en lugares muy oscuros y el Dios de mis mayores es el mismo de hoy y siempre.