Por Andrés Macías Samboni
En el célebre cuento “El Origen del Mal” del reconocido escritor ruso León Tolstói (publicado en 1882), nos encontramos con una pregunta trascendental: ¿Cuál es la raíz del mal en el mundo? El gran dilema se presenta ante un diálogo entre un joven escéptico y un sabio ermitaño. Sin embargo, es la respuesta que da este último la que hoy merece una atenta reflexión crítica.
El ermitaño, representante de la profundidad y la sabiduría, afirma sin vacilar que la naturaleza humana es la culpable de la existencia del mal en el mundo. Según él, la maldad brota de nuestro interior, de nuestros impulsos y deseos más oscuros. Al atribuir todo el mal a la naturaleza humana, se nos presenta una visión simplista y reduccionista que no hace justicia a la complejidad de la condición humana.
Es innegable que como seres humanos poseemos una dualidad interior: una mezcla de luz y sombras. Pero afirmar que la naturaleza humana es puramente mala constituye una generalización injusta y peligrosa. Al hacerlo, se cae en la trampa de estigmatizar a todos los individuos por la acción de unos pocos y se deja de lado la realidad de que la bondad, la generosidad y la empatía también son parte esencial de nuestra esencia.
El ermitaño nos invita a creer que el mal es inherente a nuestra naturaleza, dejando de lado otras perspectivas que podrían enriquecer la discusión. ¿Qué hay de las influencias del entorno y las estructuras sociales que pueden moldear nuestras acciones? ¿No son acaso la educación y la crianza factores fundamentales en la formación de nuestro carácter y comportamiento?
La afirmación tajante del ermitaño obstaculiza el verdadero análisis sobre las causas profundas del mal que aqueja a la humanidad. Nos impide explorar las raíces sociales, históricas y culturales que nutren y perpetúan la maldad en el mundo. Al insistir en la culpa inherente a la naturaleza humana, se nos priva de una visión completa y multidimensional de la realidad.
Es necesario considerar que el mal no se encuentra aprisionado en la mera esencia del ser humano, sino que es una manifestación de problemas más profundos y complejos. La desigualdad, la injusticia y la opresión, por ejemplo, contribuyen a la aparición del mal de manera mucho más directa y palpable en la sociedad.
No podemos negar que el ser humano es capaz de actos deplorables, pero eso no significa que esté destinado a ser malvado de manera irremediable. La esperanza reside en nuestras capacidades de transformación, aprendizaje y empatía, que nos permiten avanzar hacia una sociedad más justa y virtuosa.
En conclusión, la respuesta dada por el ermitaño en “El Origen del Mal” de Tolstói, merece una postura crítica. Al atribuir exclusivamente la maldad a la naturaleza humana, se ignora la complejidad de nuestra condición y se excluye el importante papel de factores externos en la proliferación del mal. Debemos tomar en cuenta otras perspectivas para comprender y abordar de manera más holística esta interrogante trascendental que sigue desafiando a la humanidad. Para terminar, y como lo he venido haciendo, los invito a leer el cuento para que planteen su propio criterio.