Por Manuel Gómez Sabogal
En este mundo, nos volvimos indiferentes, huraños, aislados. Ya no creemos en nadie. Muchos abandonaron sus creencias. Esas que les inculcaron de niños. Dios no existe y ahí empieza todo.
Los vecinos no importan, aunque vivan en el mismo condominio y al frente haya dos puertas que comunican con otras personas: vecinos. Y si se pregunta: “¿Quiénes son tus vecinos”? La respuesta inmediata es: “¡Ni idea!”
Además, los amigos son escasos. La soledad se volvió compañera inseparable. A veces, hay quienes quedan solos, pero rodeados de gente que los invita a tomar un café, a salir, a conversar. Y se sienten más solos.
Y muchos jóvenes se sienten solos, aislados, sin abrazos, sin afecto. En algunas ocasiones, me he dado cuenta de suicidios de jóvenes de 16, 17 o 18 años. A dos, los conocí.
Quieren compartir con alguien cercano, pero ese alguien los rechaza, a veces, sin razón alguna, o se inventan el “no tengo tiempo”. Ya no se comparte como antes. Muchos prefieren alejarse, distanciarse y las otras personas, cercanas algunas, sienten que algo pasa sin saber por qué. La desesperación empieza a rondar. La depresión llega. Se siente esa soledad entre la multitud, pero a nadie le interesa.
La depresión, cuando empieza a quemar, a emerger como algo fuerte, no se detiene. Y la persona empieza a dar vueltas, a imaginar, a pensar, a buscar una solución a todos esos problemas que eran pequeños, fáciles de resolver, que fueron creciendo, aumentando con los días. No fue posible erradicarlos. Hay quienes van al médico, al sicólogo, al siquiatra, pero ni estos encuentran remedio a tanta desilusión, desesperación, depresión, todo acumulado.
Las penas se reúnen para acabar con esa alma triste, con esa alma en pena que deambula por calles y veredas sin encontrar una respuesta, una solución.
Se quiere evadir, evitar a toda costa cometer alguna locura. Sin embargo, la soledad ayuda, colabora para que la depresión siga aumentando. La soledad rodeada de personas no busca soluciones, sino acumular más dolor interno.
En este mundo donde pululan las malas noticias mañana, tarde y noche hay quienes se tragan esa información, la reciben, la viven y no la vomitan. La dejan ahí con ellos.
Muertos, asesinatos, guerras, robos, atracos, violaciones, inseguridad, corrupción, politiquería, odio, resquemor, intolerancia, envidia, palabras que se metieron al vocabulario diario y encierran a muchas personas. Y más, si esas personas tienen problemas con ellos mismos o con alguien cercano a sus afectos.
Recuerdo el poema aquel: “Reír llorando” de Juan de Dios Peza y en la parte final del mismo:
Cuántos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio!
– ¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
-Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora,
el alma gime cuando el rostro ríe!
Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma,
un relámpago triste: la sonrisa.
El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto
y también a llorar con carcajadas
¿Cómo salir de ese laberinto sin encontrarse de frente con la muerte? Que la soledad no camine al lado.