Me Suicidé Sin Darme Cuenta
Mis dedos ya habían pasado por todas los rincones de la pantalla presionando, de manera automática, fotos, textos y frases. Poniendo “enviar” una y otra vez, sin poner mucha atención en la velocidad que mi comunicación adquiría dentro de esta ola tecnológica. Pasando de aplicación en aplicación con prisa por revisar todas las notificaciones, recordatorios y comentarios. Subiendo imágenes, contando amigos nuevos, calculando mi popularidad en las redes sociales, y olvidándome, “un rato”, de mi existencia en el mundo real. Riéndome sólo, enojándome sólo, cuestionándome sólo. Eran pláticas entre la nada y yo. Trabajando, trabajando, trabajando. Audífonos puestos, música aleatoria. Luz fuerte dirigida a mis ojos, con cambios drásticos de colores de acuerdo a lo que tocara ver ese día. La revista mundial más atractiva.
Entonces, con un pequeño GRAN respiro, acepté que mi celular se había quedado sin pila y lo solté. Lo dejé y me quité los audífonos. Obviamente ya me había pasado muchas veces antes, pero esta vez fue diferente. Cuando levanté la cara, pensando “¿ahora qué hago sin pila?, me sentí perdido. Fue como si me hubieran quitado la venda de los ojos. Por primera vez en muchos tiempo, decidí voltear a ver lo que sucedía a mi alrededor. Voltear a ver a mi familia. Fue como si me hubieran sacudido. Empecé a observar, a estar presente. A existir. En ese pequeño GRAN suspiro que me dejó sin aliento, me congelé. La cara de mis 3 hijos sentados junto de mi, ya no eran las mismas. Habían crecido más de 10 años sin que yo me diera cuenta. Las pijamas de bebés que les vi hace (según yo), unos minutos, ahora eran ropa de adolescentes. Uno con arete en la oreja, otro con pelo largo y jeans rotos, y mi princesa con minifalda, pelo decolorado y uñas largas. ¿Quién se llevó a mis chiquitos? ¿Cómo me perdí tantos años? ¿Dónde he estado?
Mi sala había cambiado de color, ahora era café obscuro con cojines azules. No recuerdo cuándo pasó esto. ¿Cuándo dejó de ser “hoy”? ¿Cuándo dejé de ver todo lo que me rodeaba? De pronto llegó al cuarto una señora que traía la cena. Una mujer grande, conocida. Sabía que la había visto por mucho tiempo, pero nunca me había tomado el tiempo de realmente observarla. Sus ojos negros, su pelo canoso y sus manos arrugadas y cansadas. Le agradecí, y me volteó a ver con una mirada sorprendida, confundida. Se fue sin decir una palabra. ¿Es que nadie nos conocemos?, me pregunté, ¿por qué hay este inmundo silencio en mi hogar?
Entonces me senté, angustiado. Traté de ver a la cara a mis hijos. Sentí que eran tres personas que habían venido a visitarme. No los conocía. No me conocían. No sabía a qué olían. Extrañaba sus sonrisas, sus abrazos. Me paré frente a ellos pero no se percataron. Cada uno tenía la mirada perdida en esa misma droga que yo acababa de soltar. “Hijos”, dije con voz baja y un poco temblorosa. Ninguno respondió. ¿Estaré muerto?, ¿estaré soñando una terrible pesadilla? “Hijos”, dije, ahora más fuerte. NADA. Ni siquiera se movieron. Sólo ella apareció, una mujer espectacular. Una mujer parecida a la esposa con la que me casé hace más de 30 años. Pero ésta era diferente, era, tal vez, más mujer. Más madura. Más atractiva. Menos mía.
Su pelo era ahora canoso pero todavía largo y chino. Su cara se veía bronceada y sus ojos brillaban. Se veían verdes pero se alcanzaban a asomar unos pequeños pupilentes pegados a su mirada. ¿Cuándo se los puso? ¿Cuándo empezó a perder la vista? Traía puesto un vestido largo azul, unas chanclas blancas, y en su cuello largo, un collar con tres corazones. Tres pequeños corazones. Ver el collar me sacudió. ¿Cuándo se lo compró? ¿Cuánto tiempo lleva usándolo? ¿Por qué tres corazones?, ¿y yo?
“¿Y ese collar?”, es lo único que pude decir. Serio, confundido y adolorido. “Rodrigo, este collar me lo regaló tu mamá hace muchos años. Lo uso diario. ¿Qué te pasa?”. ¿QUÉ ME PASA? Eso mismo me preguntaba yo. ¿Por qué nunca había visto su collar? ¿Por qué no vi cuando cambiaron la sala de color? ¿Cuándo empezaron mis hijos a vestirse así? ¿En qué momento empezó a necesitar pupilentes mi esposa? ¿Por qué a todo esto, que era mi familia, la sentía tan lejos? ¿Por qué estaba tan perdido con mi realidad, con la de ellos? ¿En qué momento descuidé toda esta vida?
Entonces la vi caminar unos pasos frente a mi, se agachó, y agarró algo que no alcancé a ver. Se enderezó, y volteó caminando hacia mi, lento. Se acercó y con una pequeña sonrisa me dijo: “Toma, no lo vayas a perder, ésta es toooooda tu vida.” En ese momento entendí todo. Abrí mi mano tembloroso y recibí esa arma que me había robado tantos años de mi realidad. Recibí al maldito criminal que me mató desde hace muchos años. Que me hizo dejar de ver a mi alrededor y mantenerme sumergido en una pantalla. Riéndome con los que no estaban conmigo. Mandando besos a los que no me podían sentir. Creando relaciones con amigos a los que no les importaba. Me entregó, en la palma de mi mano, mi celular.
¿Ahora, cómo recupero el tiempo perdido? Porque eso es, tiempo perdido. No tiempo invertido. Perdí la infancia de mis hijos. Perdí a mi esposa que probablemente ahora es de alguien más sin que yo lo sepa. No recuerdo los partidos de football de mis hijos. No recuerdo los eventos en el teatro mientras mi bailarina me intentaba presumir la divina hija. No vi nada, porque siempre era más importante ver mi celular. Siempre era más importante ocuparme de quién me buscaba, más que de aquellos que son mi sangre, que son lo que más amo en este mundo. ¡Qué estúpido fui! ¿Cómo no me di cuenta?
Rompí por completo el vínculo con mis tres chiquitos que traje al mundo. Me pregunto cuántas veces me gritaron “papá” y no los escuché por estar “ocupado”. Cuantas veces trataron de hablar conmigo, leerme libros, mientras yo veía fotos de otros en una pantalla. Pensando siempre que ellos no se darían cuenta. Que no notarían que sus cosas no eran tan importantes para mí. Me pregunto cuánto odio deben tenerme por no haber podido dejar el celular para abrazarlos cuando se golpearon. Cuando sentían miedo. Cuando estaban felices. Nunca, nunca, nunca tuve la fuerza para soltar ese pinche aparato y estar al 100% con ellos.
De pronto me di cuenta que hace más de 10 años, mi mujer y yo ya no nos decíamos “buenos días” ni “buenas noches”. Ella estaba dormida mientras yo revisaba mi agenda en el celular y me iba corriendo. O si despertaba antes, yo era el que dormía por quedarme hasta tarde mandando fotos, chistes y un poco por trabajo. Por las noches, me perdía mandando “chats” con la tele prendida. Tal vez trató de platicarme algo una, dos, o mil noches hasta que, igual que mis hijos, se cansó de ver mi falta de interés y dejó de hablarme. Me pidió más de cien veces que la escuchara viéndola a los ojos. Que soltara el aparato. Que no interrumpiera sus pláticas revisando un correo “urgente”. Y nunca le hice caso. Siempre ganaba la curiosidad de ver qué más había ahí, en ese mundo virtual.
Aquel día me solté llorando como hace mucho no lo hacía. Lloraba desde el fondo de mi alma. Sentí, por primera vez, dolor en el corazón. Dolor de tristeza. De arrepentimiento. Mi ejemplo había hecho que mis hijos vivieran inmersos también en su propia droga. Que no nos escucháramos. Que no existiera comunicación en el hogar. Cada quien llegaba directo a su aparato. Cada quien prefería esconderse en su otro mundo. Y no me atreví a reclamarles. Yo se los enseñé. Yo fui quien desde su infancia les manifesté con mi ejemplo que era más importante el celular que la familia. Se los demostré todos los días, todo el día. Manejando, comiendo, viendo la tele, antes de dormir, haciendo la tarea…
Hoy quisiera arrancarles la tecnología de las manos. Quitarme la mía. Aventar todo por la ventana. Volver el tiempo atrás. Ponerles a los tres sus mamelucos y verlos correr de nuevo por la casa gritando. Ver bailar a mi mujer agarrada de la mano de mi muñequita. Quiero tener un diálogo con cada uno sin que me persiga la obsesión, la adicción. Quiero decirles que los amo. Que llevo años sin podérselos decir, por idiota. Quiero abrazarlos, sentirlos, tocarlos, olerlos y comérmelos a besos. Pero ya no me dejan. No me dejan acercarme. No me escuchan cuando hablo. No me ven cuando me muevo. Solito desaparecí y ahora no sé cómo volver a aparecer.
Me perdí de mi vida mientras vivía. Me maté yo solo. Y ahora, ¿cómo recupero a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo me recupero a mi mismo? ¿Así se sentirá la muerte? Si hubiera sabido hace años que este celular era mi propio suicidio, entonces tal vez lo hubiera dejado. No por un minuto, sino para siempre. Para toda la vida. Si hubiera sabido…
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Todos, incluyéndome, estamos pasando todos los días por este tipo de situaciones, perdidos en esta adicción. Muy propensos a convertirnos, en unos años más, en el personaje que hoy relato. No dejes que sea demasiado tarde para dejar ese celular a un lado y disfrutar tu presente.
Escrito por Debbie Chamlati | Fernanda. la periodista familiar