A los 88 años, sigo siendo un corredor competitivo que siempre llega hasta los últimos metros de una carrera para cruzar la línea de meta después de haberlo dado todo. La línea de meta de mi vida se está acercando y espero alcanzarla tras haber entregado lo mejor de mí a lo largo del camino. He estado entrenando mi cuerpo para cumplir las exigencias de este tramo final. Sin embargo, me pregunto si debí haberle pedido más a mi mente.
No tengo problemas para llevar a mi cuerpo a un gimnasio o a una línea de salida. He logrado convencerme de que si no hiciera ejercicio, desataría a los muchos depredadores que buscan a sus presas ancianas en los sillones, pero no en las caminadoras. Cuanto más sudaba, más probable era que mi internista continuara exclamando: “Sigue así y te veré el siguiente año”. Era mi manera de mantener a raya aquella temida frase: “Señor Goldfarb, me temo que le tengo malas noticias”.
Por otro lado, mi mente se muestra más reacia a someterse a la disciplina, pues se comporta como si tuviera voluntad propia. He practicado “juegos cerebrales” en internet, en los que resuelvo problemas algebraicos que aparecen solo un segundo en la pantalla y redirijo trenes virtuales para evitar que se estrellen. He asistido como oyente a clases universitarias y he participado en una evaluación de retroalimentación neuronal a partir de los impulsos eléctricos de mi cerebro. No obstante, estas son solo distracciones ocasionales que jamás se acercan a mi determinación de mantenerme físicamente apto a medida que mi edad avanza.
A pesar de tener muchos amigos de 70, 80 y de más de 90 años, he tardado demasiado en darme cuenta de que la manera en que respondemos al envejecimiento es una decisión que se toma en la mente, no en el gimnasio.
Algunos de mis amigos más saludables se comportan como víctimas del tiempo. Ven la vida como un desfile de decepciones: dolores y padecimientos, tecnología confusa, hijos que no los visitan, médicos apresurados.
Otros amigos, cuyas rodillas y caderas adoloridas son los menores de sus problemas físicos, encuentran consuelo en su capacidad de aceptar la edad avanzada tan solo como otra etapa de la vida con la cual lidiar. Usaría la palabra “heroica” para describir la manera en que afrontan el envejecimiento mientras este drena la fuerza de su mente y su cuerpo, aunque ellos no tardarían en tachar ese calificativo de exagerado.
La manera en que respondemos al envejecimiento es una decisión que se toma en la mente, no en el gimnasio.
Uno de esos amigos hace poco me llamó desde un hospital para decirme que una convulsión cerebral repentina lo había vuelto legalmente ciego. Me interrumpió cuando comencé a decirle cuánto lo sentía: “Bob, pudo ser peor. Pude haberme vuelto sordo en vez de ciego”.
A pesar de todo el tiempo que paso levantando pesas y ejercitándome, me di cuenta de que me falta la fuerza para decir esas palabras. De pronto se me ocurrió que he pagado el precio de ser un “adicto al gimnasio”.
Si existe algo en común entre los amigos que envejecen con una agraciada aceptación de los ataques de la vida eso es la satisfacción. Algunos de quienes sufren incapacidades que cambian la vida —mi amigo ciego, otro con dos prótesis de pierna— son más serenos y se quejan menos que quienes sufren padecimientos leves. Aceptan las incertidumbres de la edad avanzada sin rendirse ante ellas. Algunos me han dicho que la sabiduría adquirida a lo largo de los años ha hecho que sea más fácil navegar la vejez que el caos de la adolescencia.
Me quedó claro que me faltaba —y debía encontrar— la satisfacción que esos amigos habían alcanzado. Las horas que pasaba ejercitándome me habían dado seguridad, pero no satisfacción.
La pesa de 15 kilos que ya no intento levantar me recuerda que no falta mucho para que llegue el día en que levantar cualquier peso o correr cualquier distancia sea una exigencia demasiado grande para mi cuerpo. Mi cerebro tendría que convertirse en el músculo en el que dependa para vivir esos últimos años con la paz y el propósito que otros habían encontrado. La edad debía ser algo más que lo que es evidente frente a un espejo.
Algunos me han dicho que la sabiduría adquirida a lo largo de los años ha hecho que sea más fácil navegar la vejez que el caos de la adolescencia.
Sin embargo, en vez de transformar mi vida por completo con la esperanza de llevar a cabo un cambio fundamental en la manera en que afrontaba el envejecimiento, sentí que lo mejor sería comenzar con pasos pequeños: adoptar un nuevo enfoque para situaciones que enfrento a diario. Un almuerzo reciente fue el ejemplo perfecto.
Siempre me ha parecido extremadamente difícil concentrarme cuando estoy en un lugar ruidoso. Durante ese almuerzo con un amigo en un restaurante al aire libre, un jardinero comenzó a limpiar hojas con un soplador desde abajo de los arbustos que rodeaban nuestra mesa.
Normalmente, tras una interrupción tan ruidosa, habría dicho de golpe: “¡Esperemos a que termine!”, para después callarme. Cuando el estruendo por fin se acabara, mi irritación habría drenado cualquier cordialidad de la conversación. Todos habrían recordado el almuerzo por mi reacción furiosa al bullicio y no por el placer que nos hubiera provocado.
Me preocupó que incluso una distracción pasajera pudiera evitar con tal facilidad que disfrutara del almuerzo con un gran amigo y me llevara a una situación sin placer alguno. Quería que ese almuerzo fuera distinto y decidí seguir el ejemplo de los amigos de mi edad que saben que se les están acabando los momentos alegres y no permiten que nada interfiera con ellos. Simplemente hablan más fuerte y aceptan el ruido por lo que es: una molestia temporal.
Seguí hablando con mi amigo, retándome a escuchar el ruido mientras lo mantenía a la distancia. La disciplina que me es tan familiar en el gimnasio —esta vez aplicada a mi mente— resultó ser igual de eficaz en el restaurante. Fue como si hubiera llevado a mi cerebro a un centro de acondicionamiento mental.
Aprender a ignorar el rugido de un soplador de hojas difícilmente me vuelve apto para encontrar la satisfacción durante mi paso a una edad cada vez más avanzada, pero me fui del almuerzo sintiendo que por lo menos había dado un pequeño paso para cambiar los comportamientos que me obstaculizaban el camino hacia esa satisfacción.
¿Podría emplear la misma disciplina para aceptar con dignidad el declive inevitable que me espera: la fragilidad, la pérdida de memoria, la audición y la vista debilitadas, la muerte de mis amigos y la línea de meta inminente? Las piernas ejercitadas y un corazón que late con fuerza me habían llevado a superar parte del camino, pero ahora el desafío era encontrar esa satisfacción dentro de mí. Espero que esa conformidad me guíe mientras me abro camino a lo largo del sendero que aún debo recorrer.
Vía New York Times