Desde el séptimo piso, por don Faber Bedoya
En aquellos tiempos, deliciosamente, idos, cuando nos dimos el gusto de ser niños, libres, y auténticos, bueno ni tanto porque, teníamos que hacer lo que nos decían los mayores, obedecer, y con unas líneas de comportamiento muy definidas, nuestras madres eran quienes nos arreglaban para ir a la escuela, nos peinaban, nos vestían y ellas decían que, íbamos muy bien, nosotros creíamos. No teníamos necesidad de asomarnos al espejo, no lo necesitábamos. Es más, nosotros los varones de “pelo en pecho”, creíamos que ese era un artículo para las damas. Pero nosotros vimos muchas veces a trabajadores con un pedazo de espejo, pegado en una repisa, afeitarse y con barbera, lo cual era una proeza, y en el carriel de los arrieros cargaban un espejo, era muy útil, o sea, servía por igual, para varones y mujeres. Pero la verdad sea dicha, nosotros no sabíamos cómo éramos, a quien nos parecíamos, el color de la piel, los ojos, el cabello, todo lo aprendimos porque nos lo dijeron. Ya después con el espejo, ese no mintió, y nos gustó lo que vimos reflejado, lo cargábamos para toda parte, y muchas veces la vida nos sorprendió, hablando a solas con él.
Un domingo, muy arreglados los tres hermanitos, fuimos al pueblo, primero a misa y después a una sesión de fotografías en el parque. Se llamaban fotos de agua. Y el señor fotógrafo con mucha ceremonia nos organizaba en grupo, por parejas, o individual, se metía debajo de un trapo negro y obturaba la cámara. “mire el pajarito”, decía. A los ocho días nos entregaba las fotos. Y para ahorrarles comentarios, mi hermana conserva todas esas fotos, todavía. Y ahí si nos vimos retratados de cuerpo entero, haciendo unas caras, tal como éramos, y en blanco y negro. Y después las fotos de la primera comunión, claro, en blanco y negro, es que nosotros somos tan antiguos que a nuestro mundo el color, llegó un poco tarde. Y en la escuela nos tomaban fotos, en el colegio, en la calle. En esos tiempos idos por la carrera 16 de Armenia, había fotógrafos callejeros, que le tomaban fotos instantáneas a las personas y en la fotografía Linder de la calle 21, las exhibían y comprábamos algunas. Hubo unos fotógrafos que las enmarcaban en unos aparatos, llamados telescopios, para mirarlas, y eso se convirtió en artículo de moda para los adolescentes.
Y la fotografía se metió en nuestras vidas. Primero, sólo se retrataban las personas, y llenamos álbumes con fotos de la familia, tomadas con cámara propia, porque de niño Dios nos regalaron una cámara Kodak, de cajón, con rollo de 24 o 36 exposiciones, que llevábamos a revelar a la fotografía Venus, o a Foto Palacio, o la tradicional Linder. Algunas se velaban, porque no sabíamos cambiar el rollo, pero el porcentaje de fotos buenas cada vez aumentó. O recurríamos a los fotógrafos de la plaza de Bolívar, que, según los comunicadores de la época, llevaron a ser más de cincuenta. O a los profesionales como Merino, “el fotógrafo de las reinas”, a los estudios fotográficos Duque, a los hermanos Quiceno.
Empezamos a retratar paisajes, sitios, lugares distantes, postales, ciudades lejanas, conocimos a Colombia primero por fotos que la real. Apareció la fotografía a color, las cámaras modernas, la Cannon, Nikon, Olympus, Agfa. Konica, Minolta, Contax, Pentax, Leica, Sonic, Panasonic. La lista es muy larga, y muy agradable de traer a estos días. Fuimos, somos, muy aficionados a este arte, inclusive trabajamos en Colombia Foto Club, de don Luciano Moreno, en la calle 20 entre carreras 15 y 16, frente a Trianón, como fotógrafo, en los estudios, y después manejando modernas maquinas reveladoras, que reemplazaron los cuartos oscuros. Y en 1975 aparecieron las cámaras digitales, automáticas, sin necesidad de enfoque, cuadrar la luz, la velocidad, hasta se disparan solas, y ya se volvió muy artística, especializada. Grandes fotógrafos, verdaderos artistas, como Andrés Hurtado García, Olga Lucía Jordán, y el aerofotógrafo Cesar Duque, autor de dos libros sobre el Quindío.
Pero falta algo más.
El muy apreciado e interminable de inventar, su majestad el celular, también tiene cámara fotográfica, y ahí si pare de contar. Ya lo exótico es ver una cámara de las antiguas. Solo en los grandes espectáculos, en los estadios, para los estudios de los grados, o en familia, pero en los parques, en los sitios de diversión, se toman las fotos con el móvil. Hay celulares que tienen hasta tres dispositivos. Y en la actualidad hay un móvil que se promociona no, por los servicios para las comunicaciones, sino por la excelencia de sus cámaras fotográficas. Y lo más extraordinario y admirable es que se puede tomar uno mismo la foto. A mí me perdonan, pero eso me extrañó mucho, tantas fotos que tomé en la vida, y eso no lo hice, lo máximo, era poner la cámara en temporizador, salir corriendo a ubicarse en el grupo y se tomaba la foto. Pero ahora uno ve por la calle, en los buses, en los sitios públicos, a la gente tomándose “selfies” a toda hora, hasta accidentes ha habido por no poner cuidado, y se corren hacia atrás y se caen. Casos se han visto, o captados con otro celular.
Y las fotos se toman, se editan, – existe el Photoshop para modificarlas -, retocarlas, qué más quiere don Gabriel, y se las envío a su WhatsApp, o a su correo, o se las imprimo, preferiblemente no, hay que ahorrar papel, téngalas en su galería o súbalas a la nube.
Será que también los cincuenta fotógrafos de la plaza de Bolívar, ya fueron reemplazos por el celular. Pues sigo muy aficionando a la fotografía, así sea en el celular, no de alta gama, tradicional, sencillito.