Por Manuel Gómez Sabogal
Siempre se preguntaba: no sé por qué paso por ahí. Pero es que muchas veces, la veía salir de ese sitio y le encantaba mirarla. Delgada, bella, el cabello cae en su rostro, su falda corta se bambolea y quienes están detrás de ella, exhalaban suspiros.
De pronto, lo miraba, pero su mirada no era de amistad. Creía que ni siquiera lo veía, pero cambiaba de andén inmediatamente y caminaba como si un espanto la siguiera.
Le encantaba. Se moría por verla, aunque fuera a la distancia…
Y ese lugar es como si fuese un imán, porque cada vez que ella salía, estaba tan de buenas que pasaba por allí. Verla era como un aliciente. Imaginaba que debía pensar que era un depredador sexual o algo por el estilo, porque cambiaba de acera, corría, miraba, se iba…y él quisiera entrar y averiguar qué estudiaba, qué hacía, cómo la encontraría en otro sitio.
¿Dónde vivirá? Quisiera encontrarla, ir cerca de donde vive, que no lo viera, llevarle una serenata, pasar desapercibido, dejarle una tarjeta, escapar…No sabía qué hacer. Era todo tan extraño. Es que cuando pasaba por ese lugar de donde salía casi a la misma hora todos los días, no la veía sino a ella. Nadie más existía. Todos desaparecían como por encanto, se salían de ese hermoso lienzo. No estaba sino ella. Y así, pasaban los días, los meses, y hasta los años.
La miraba de lejos. Porque era más distante de lo que creía. Se iba, se perdía, desaparecía como en una nube. Ni sabía cómo se llamaba. Quería averiguarlo, porque no se aguantaba. Habían pasado ya días, meses, años y solamente la veía. El bamboleo de su falda y sus relucientes piernas no las quitaba de su mente.
Wwwwoooooowwwwww. Ya le quedaba fácil. Era la hermana de una amiga. Eso le dijeron. Sabía el nombre de la amiga, pero tampoco se atrevía a preguntarle por el nombre de su hermana. Le podía ir peor.
Es extraño, porque le daba la impresión que lo odiaba. Sabía que cuando lo veía, ella corría o cambiaba de dirección. Como si le produjera algo. Nunca habían conversado, nunca se habían sentado a charlar, jamás le había dicho “hola”.
Nunca se habían encontrado. Él la seguía siempre, porque había algo que siempre le había gustado, le había encantado, le había atraído.
La encontró en Facebook y le pidió su amistad. Lo raro es que ella aceptó casi que inmediatamente. Ante esto, presuroso, le escribió al Messenger y le pidió el número de teléfono. Estaba poseída por algo, porque le escribió el número. La llamó y mientras esperaba que le contestara, sudaba a mares. Pero ella no contestó.
Más tarde, recibió una llamada y era ella. Conversaron un momento y ella le pedía que se encontraran.
Esa tarde, estaba extrañado. Por primera vez, le aceptó un café. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Años, muchos años. Eso no se lo esperaba. Y no lo creía. Sin embargo, asistiría a la cita. Una cita que siempre anheló. Una cita postergada.
Allí estaba ella. Sentada, bella, agradable. Los nervios no lo dejaban tranquilo. Ni sabía cómo comenzar la charla. No era fácil empezar a descubrir los secretos de esa cita, de ese café.
El pedido, el café, las miradas, las palabras, el encuentro. Todo iba sin planeación alguna. Él siempre recordaba cuántas veces la había visto salir de la universidad. Su caminar cadencioso y sensual. Admiraba sus piernas, bellas y desnudas cuando se ponía sus faldas cortas. Porque ella lo sabía. Era bella y las piernas hacían juego con su belleza.
De pronto, a ella se le ocurrió algo diferente. Ir a otro sitio. A otro lugar. Él no esperaba ese cambio de planes, pero no le importó. Era como alargar el café. Y eso era más de lo que esperaba.
Llegaron a un sitio muy agradable, poco concurrido, poca iluminación, pero lleno de música. Él empezó a pedir música de su agrado y que le llegara a ella. Había iniciado un encuentro que esperaba no tuviese final jamás.
Pasaban los minutos y de pronto ella le dijo: “Quédate quieto. No te muevas”. “Así como estás”. Él se había recostado en la mesa y la miraba fijamente. Quería seguir observándola, pero ella le dio una orden y esperó.
Cuando menos imaginó, sus labios se acercaron lentamente. Su respiración se sentía agitada y se unieron en un beso interminable. Un primer beso inesperado. Algo sintieron. No mucho, demasiado. Un corrientazo eterno, increíble. Los ojos cerrados y repitieron ese beso que ya no era un beso. Era algo diferente. Algo que los había unido.
Ahí, en ese beso quedaron impregnadas las historias de los dos. Él sintió que algo extraño había ocurrido. Algo que no podía creer. Inimaginable, nuevo, diferente. ¿Ella? Ella por fin había hecho lo que él tanto deseaba desde hacía muchos años.
No creyó que iba a ser esa noche. No se imaginó que ella sentía igual, aunque ni lo quisiera ver cerca.
Porque él recordaba que muchas veces quería conversar con ella, pero le huía, le temía. Cuando lo veía acercarse, se pasaba a la otra calle. Atravesaba rápidamente al andén del frente. No lo quería ni saludar.
¿Él? Moría por tenerla cerca.
Pero esa noche, después de ese primer beso, cuando llegó a casa, seguía incrédulo, tocándose los labios. Deseando que se repitiese ese beso y hubiese muchos más. Esa noche no durmió mucho…El primer beso…