Por Manuel Gómez Sabogal
Hace unos años, antes de elecciones, casi todos los avisos con publicidad política tenían a los candidatos con la mano derecha en el pecho y la mirada hacia el infinito y más allá. No sé si querían pedir perdón por lo que no habían hecho o han hecho mal o estaban orando para que la gente les creyese que ahora sí iban a decir la verdad o iban a inventar más mentiras. Y que no son tan malos como la gente cree.
Por donde pasaba, veía a los y las artistas en esos avisos, dispuestos a empezar sus malabares. Los había y las había de todas las edades, sacos, corbatas, camisas y blusas. Hombres y mujeres que estaban dispuestos a seguir mirando hacia el infinito y más allá, pero que no miraban hacia abajo y más acá. Es que no creo que les importara mucho lo que sucede en este país. Les interesa más el número en el tarjetón y la combinación que puedan hacer con los mismos para atraer a los más incautos.
Y para empeorar las cosas, utilizan un arma más mortal que los fusiles y ametralladoras juntos. Utilizan la palabra. Los de un lado fustigan y juzgan a los otros y los demás se defienden, atacando a los primeros. Fuertemente. Sin contemplaciones. Con palabras, frases y párrafos dignos de una guerra en la que se emplea la lengua, peligrosamente.
En lugar de mostrar sus capacidades y cualidades como políticos y defensores del pueblo, prefieren atacar a los otros candidatos, mostrando sus debilidades, problemas, pasado privado y público.
Los unos dicen que los del otro grupo tienen amistades peligrosas y muestran papeles, informaciones, grabaciones. Los otros, también revuelcan, esculcan, escudriñan, se informan y buscan la forma de desacreditar. Todos se desacreditan. Ellos y ellas son así.
Si es difícil acabar con la guerra de los fusiles, es más duro terminar con la guerra de la palabra, mientras no haya respeto por los demás. Así, a ese paso, jamás acabaremos guerra alguna.
Y hoy, años después, vemos, escuchamos y leemos sobre lo mismo. Todos los días, cada día. Que los jueces, que el Presidente, que los paras, que los guerrilleros, que el Tribunal, que los Magistrados, que los políticos, que los senadores, que los representantes. Todos dicen las mismas estupideces, hablan, buscan micrófonos, ofenden, asesinan sin piedad, es decir muestran cómo, en este país, no podrá haber paz jamás.
Lo más simpático es que algunos son detenidos, llevados a la cárcel, les dan celulares, Internet, televisor y todas las comodidades. Luego, son liberados y parecen pastores de iglesia. Salen hablando de Dios, creyendo en el amor de Dios, diciendo que se encontraron con Dios y que Dios les acaba de dar una segunda oportunidad. Que han demostrado que son inocentes. ¡Qué falsos! Son políticos colombianos. O mejor, politiqueros. Muchos son corruptos de nacimiento. No tienen arreglo, no son capaces de ser honestos. Jamás lo serán.
Que el Presidente dijo, que el Ministro habló. Por favor, ¿hasta cuándo? ¿Por qué nos tenemos que aguantar a tanto mentiroso, hipócrita, falso, manipulador, cínico?
¿Por qué no podemos acabar, al menos con la mitad del ese congreso colombiano de mentiras? ¿Por qué no trabajan por la gente que los eligió? ¿Por qué les siguen creyendo???
Mientras tanto, hoy habrá más desempleados, más gente con hambre, más jóvenes sin estudio, más pequeños y pequeñas violados, más violencia intrafamiliar, más gente procurando un servicio de salud digno. Pero a los políticos de este país poco les importa. Les interesa su prestigio, su nombre, su dinero.
Ya empezó el bombardeo de lemas nuevos, palabras fáciles, mentiras de siempre de los candidatos para los cándidos electores.
¡Qué vergüenza de politiqueros! ¡Son sicarios con la palabra!