Desde el séptimo piso, por Faber Bedoya C
Crecimos con la gran ventaja, que nuestros antepasados directos, fueron colonizadores de estas tierras. Mi abuelo materno, Nicolás Cadena fue fundador de Montenegro, en compañía de Miguel Duque, María Antonia Granada, Noé y David Alegría. Erigido municipio, del departamento de Caldas, en 1911. Mi abuelo paterno colonizó y desmontó la vereda Pueblo Rico de Quimbaya, en compañía de don Adriano y Gustavo Bedoya. De tradición campesinos, solteros, aventureros, arrieros, labriegos. Trazaron caminos, rutas, mojones, hitos para las siguientes generaciones. Nos pusieron una vara muy alta.
Algo muy grande constituía el ADN de esa generación, para soportar tan largas faenas, a sol y agua, mal dormir, comer lo que resultaba, sobrevivir a tantas dificultades, que hoy escasamente somos capaces de imaginárnoslas. Un espíritu muy fuerte, una fe muy tenaz, confianza absoluta en sí mismos. Lo grandioso era saber que lo que dependiera de ellos, eran capaces de hacerlo. Con un dios amigo, compañero, que lo cargaban en el carriel y no los desamparaba ni de noche ni de día, en forma de escapulario, una medalla o una cruz, pero vivo. Contaban para todo primero con Él, así se declararán ateos, masones, espiritistas, tenían y temían a un Ser Superior.
La vida parecía tener una sola dirección, para adelante. Tantas veces nos lo narró mi abuelito. Ellos hicieron caminos al andar, pues era más lejos devolverse que seguir caminando, sabían que al final estaba la señora Rosario, quien les abría su tienda, solo un momento, mientras se bebían un aguardiente, se fumaban un tabaco de esos baratos y le contaban sus historias. Además, acompañados de una vieja capa hidalga, que la rompieron para hacerse una ruana y con el tiple y con el hacha fundaron pueblos, además de un perro andariego que siempre estuvo a su lado. Por caminos de herradura que solo los transitaban las mulas y los arrieros agarrados de la cola y no podían soltarse, porque se quedaban rezagados. Esos caminos si nos tocó a nosotros transitar.
La finca del abuelo era muy extensa, tenía más de trescientas cuadras en la época cuando él la adquirió, en 1890, según las escrituras que tuvimos ocasión de leerlas días después de su deceso, en 1964. Se llamaba José Noé Bedoya Ospina y contrajo nupcias con la señorita Rafaela de la Pava Toro. Tuvieron 7 hijos: cuatro varones y tres mujeres. Fueron primero tres hombres, estudiaron, fueron a la escuela, desertaron, se casaron, uno se fue de la finca para la ciudad e hizo vida por allá. A cada hijo que se emancipaba, el abuelo, le daba una parcela, 16 cuadras, para que hiciera casa y vivieran de esa finca. La primera mujer se fue a estudiar y se graduó de normalista superior, en la normal del Líbano Tolima y allá se quedó de profesora. Una hija prefirió la vida del campo, le entregó un lote en el alto de la carretera, todavía está la finca, se llama Troya, pues ella se llamaba Elena y fueron muchas las veces que nos contó la historia de Elena de Troya y su amado Paris. Los menores estudiaron, terminaron bachillerato, uno se graduó de médico, otro alcanzó a estudiar algunos semestres de universidad, pero le pudo más el campo y uniendo las tierras de la señora con la que se casó y las que le dió, el abuelo, hicieron una gran finca, cafetera y ganadera. La tía menor de todos los hermanos, vive todavía, con cerca de 90 abriles, siempre fue una verdadera reina y conserva el donaire y belleza de las damas de la realeza criolla. Se desposó muy joven con un señor de ascendencia española, de alcurnia y abolengo.
El hijo que emigró desde joven, para la ciudad, ocupó altos cargos en una empresa e iba de vez en cuando a darle vueltas a su finca. Hablaba mucho con el abuelo y lo traía a pasear a su amplia y moderna casa en la capital. Una vez que enfermó don Noé, lo atendió muy bien, no estaba en el país el hermano médico, y asumió todos los gastos, a pesar de tener Seguro Social. Se veía muy amable con su padre. Pocos días después de la muerte del abuelo y cuando se abrió la sucesión de la parte que le correspondía a la esposa y madre, el hermano de la ciudad, el que tanto hablaba con el abuelo y que lo atendió diligentemente en los últimos días, destapó un cerro de cuentas, de la clínica, letras que había firmado el abuelo de plata adeudada a un señor vecino del tío. Cuando nunca en sus 74 años de vida en la finca, prestó un peso, más bien a él le quedaron debiendo mucha plata. Lo que le prestó la Caja Agraria lo pagó hace tiempo, no debía en las compras de café, ni en los graneros de Montenegro, menos le iba a deber a personas de otra ciudad. Pero este hermanito, en compañía de un prestante abogado de la ciudad, presentó todas las cuentas muy bien documentadas, hasta una hipoteca autenticada en la Notaria segunda de la ciudad. El asombro fue general, desconcierto, dudas, rabia, desconfianza. Nadie necesitaba nada. Pero no era posible que lo que quedaba de la finca terminara en manos de un extraño. “Vendemos la parte de mi mamá para pagar las deudas, queda algo, yo me comprometo a comprarle una casa bien buena en el pueblo y la dejamos bien acomodada allá, yo me encargo de todo”. Ya no hay nada que hacer, cierto, no, hay que pagar o embargan y rematan, porque también se deben intereses. “pero usted si respetó las tierras de nosotros o también le resultamos a deber a su abogado.? Si señor una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. La dama de la realeza criolla fue la primera en salir, después el médico, después el dueño de la finca ganadera, después otro que, desde hacía muchos años vendía seguros y estaba muy sobrado en la vida, después los otros dos. En la sala solo quedaron el hijo que quería mucho al abuelo, el abogado, la viuda y madre, ahora sin nada. Y el señor al cual le debían tanta plata.
Nunca fueron muy unidos mis tíos, y esa tarde cada cual, en su carro, sin mirar atrás salieron de la casa grande de la finca. Y tuvieron oportunidad de enterarse qué desde hacía rato, la mayoría había vendido sus derechos a ese hermano de la ciudad. Que sabían de sus andadas, que era una caja menor para satisfacer necesidades reales o superfluas, a costa de la finca, por eso la única extrañada fue la dama de la realeza criolla, casada con un caballero de recio abolengo, viva todavía, y que nos mienta la madre cada vez que le recordamos a la finca grande.