
Por Manuel Gómez Sabogal
Abrir la boca es fácil. Hablar es sencillo. Callar es difícil. Escuchar es muy difícil.
Muchas veces, hablamos mal de los demás. Creemos que podemos juzgar, aunque creamos que tenemos razones. Consideramos que los demás son malos, detestables, hipócritas, mentirosos, manipuladores, pero no miramos nuestros defectos. Creemos que somos perfectos.
Si alguien apaga su número o lo tiene sin servicio, inmediatamente decimos que esa persona ya nos quiere bloquear, porque nos debe algo, porque quiere hacerse el loco con nosotros o por alguna razón que buscamos en cualquier parte y aunque inventemos, no dudamos en hablar mal de esa persona.

No escribir algo como: “Su pupilo apagó el celular y se perdió”. “Está dando malos pasos para ese sueño europeo”.
Si hacemos un favor, hagámoslo sin prevenciones, con ganas, con deseos de ayudar a esa persona. No para después hablar mal de ella, sino darle tiempo al tiempo. Saber que pudo tener más de un inconveniente, que no ha podido salir adelante.
Y hablamos mal, aunque haya frente a nosotros personas a quienes les duele lo que decimos de los demás. Pueden ser hermanos, familiares, amigos. Les duele y parece que no nos importara. Seguimos hablando. Nos creemos superiores a quienes, de pronto, nos han hecho daño.
Cambiemos. No lo hagamos más. No hablemos mal de los demás. Son personas, seres humanos que, como nosotros, también se equivocan. Las lecciones hay qué aprenderlas cada día. Para ser mejores, miremos nuestros defectos, fallas, errores. Corrijamos y seamos más personas sin necesidad de hablar mal de los otros. Lo malo no es cometer el error. Lo malo no está en caer, sino en no desear levantarse.
Si cambiamos, si hablamos de algo, de hacer, de mejorar y no de las personas, podemos lograr un efecto positivo entre quienes nos rodean.
Es muy difícil lograr una amistad. Es muy fácil perderla.

“Si nosotros somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos por nosotros mismos”.
Oscar Wilde