Mi última semana de hospitalizacion, luego de salir de cirugía, fue en una habitación compartida con un joven de unos 20 años de edad. Tenía un aneurisma y lo iban a operar.
Al llegar, lo saludé y le pregunte su nombre. Ese primer día, mi hijo estaba conmigo. Yo no podía hacer cosa alguna por mi cuenta. Mi hijo estaba a cargo. Me llevaba, me traía, me acompañaba al baño, me secaba. Estaba al tanto.
Ese joven se encontraba solo. Nadie lo visitaba o acompañaba. Mi hijo me asistía en todo y este muchacho veía lo que pasaba entre mi hijo y yo. Sin embargo, en una salida de mi hijo a almorzar, le pregunté por la familia. Solo atinó a contestarme:
- Yo no haría con mi papa lo que hace su hijo. Se ve que lo quiere mucho
- ¿Y tu papá?
- No merece nada. Es un mal padre
Con esas palabras, me quedé en silencio total. No sabia qué ni cómo decirle algo. Me cerró todas las posibilidades. Sin embargo le dije:
- Uno como padre comete muchos errores. Mi hijo lo sabe
- Sí, puede ser. Pero el mío es diferente. Es un mal padre y no quiero hablar de él.
Otra vez me dejó en silenció.
Cuando mi hijo regresó, escuchó algo y se fue donde este joven. Tenía en su celular un juego que los dos conocían y empezaron a conversar, a jugar. Eso me alegró demasiado. Al menos tenia con quién compartir.
En la noche, podíamos tener compañía y además, la clínica veía necesario el que los pacientes del piso donde estábamos, tuviésemos a alguien que estuviese pendiente de los pacientes. Cada noche, yo tenia compañía, pero como cosa curiosa, nadie se quedaba con el joven. Le ofrecimos nuestro apoyo y colaboración para cuando lo requiriera.
Al darme salida, él quedó allí. Nos despedimos, pero regresé a casa con la tristeza de no haberle tomado su número telefónico, pues estaba dispuesto a conversar con él cuando quisiera.
Días después, volvimos a un control relacionado con la operación. Estando allí, en la consulta, se asomó un joven e inmediatamente lo reconocí. Lo abracé y le pedí su número. Le pregunté lo relacionado con su operación y su respuesta fue buena. Le fue bien y ya tenia salida. Me alegré enormemente y le inquirí por su familia. Estaba haciendo todo solo, pues nadie lo quiso acompañar.
Al regreso de la clínica, me preguntaba sobre cuántos jóvenes están inmersos en la soledad y cuántos sienten lo que ese joven.
Me duelen todavía sus palabras, pero verlo tan solo durante esos días y noches, sin acompañamiento de su familia, me produce escalofrío.
No abandonemos los jóvenes a que vivan en soledad. Los lleva a la desesperación y en este caso, al rencor con sus padres. Los jóvenes merecen mucho afecto.
Manuel Gómez Sabogal