Mi relación con Thomas comenzó con un correo electrónico en apariencia inocente que le mandó a la amiga con quien yo vivía.
“¿Cuál es la historia de tu amiga?”, preguntaba.
Ella me reenvió el correo de Thomas y añadió: “¿Qué quieres que le diga?”.
Yo no intentaba ocultar mi pasado. Había estado casada por poco tiempo y me divorcié sintiéndome asustada, pero con la esperanza de que algún día encontraría a alguien más adecuado para mí. Había salido, pero no me había sentido tan atraída por alguien como para tener una segunda cita. Cuando sonó la notificación del correo de Thomas, sentí que una fuerte emoción recorría mi cuerpo por primera vez en mucho tiempo.
Permítanme hacer un recuento. El día anterior había sido muy pesado en el trabajo. Después de ir un rato al gimnasio, deseaba refugiarme en mi departamento acompañada por una sabrosa cena y un mal programa de televisión. En algún momento del día, mi amiga me había invitado a ir con ella y unos amigos a un bar esa noche. Aunque había aceptado, mis ganas de acompañarlos se habían apagado en el transcurso del día. Sin embargo, cuando le dije que fuera sin mí, insistió en que fuera.
Así que fui a regañadientes y una de las primeras personas que conocí fue Thomas: alto, coqueto y con una sonrisa hermosa. Pensé que era perfecto para una noche de pasión, algo que yo no me había permitido hacer nunca. Pero mientras tomaba mi bebida y lo veía charlar animadamente con la mayoría de las mujeres, descarté mi idea por completo.
Me sorprendí cuando llegó su correo al día siguiente. Pensaba que alguien como él no me buscaría tan pronto, sino que mostraría calma y tal vez preguntaría por mí algunos días después. Pero aquí estaba, menos de 24 horas después, preguntándole a mi compañera: “¿Cuál es la historia de tu amiga?”.
“Cuéntale lo que quieras”, le contesté. “Pero sé sincera. Y sí, dale mi número de teléfono”.
Todo comenzó normalmente. Cuando llamó esa noche, yo no reconocí el número y dudé en contestar, pero qué bueno que lo hice. Hablamos y reímos durante una hora, y luego me invitó a comer la siguiente semana. Durante la comida, la atracción se mantuvo.
Imaginé que esa comida daría pie a una nueva cita, quizá una en fin de semana para cenar. Pero la invitación no llegó.
¿Qué había pasado? Repasé cada palabra en mi intento de detectar en qué momento se había arruinado. Recorrí desde el momento en que nos encontramos, hasta su rápido abrazo y el beso en la mejilla cuando nos despedimos, lo que tal vez había sido su forma de decir adiós para siempre. No tenía idea.
Una semana después, por fin me mandó un mensaje de texto: “¡Hola! ¿Cómo estás?”
Aunque me sentía feliz de tener noticias suyas, los mensajes no eran un medio que yo usara para conversar. Solo mandaba mensajes cuando era necesario comunicar algo tan rápido como pudiera, por ejemplo: “Se me hizo tarde. Llego en cinco.”
Así que le escribí una breve nota en la que respondí que estaba bien y pregunté cómo estaba él. Terminamos mandándonos mensajes la mayor parte de la noche, mientras yo no dejaba de preguntarme por qué ninguno de los dos tomaba el teléfono y llamaba al otro.
Durante la semana, en la que nuestra lluvia de mensajes mantuvo ese estilo casual, yo esperaba que me invitara a salir de nuevo, pero ni una sola vez mencionó algo sobre otra cita. Entre semana me escribía para preguntar cómo estaba, qué había hecho y cómo iba el trabajo. Los viernes quería saber si tenía planes divertidos para el fin de semana.
Yo nunca enviaba el primer mensaje porque hacerlo me parecía demasiado atrevido. Aunque estuviéramos en el siglo XXI, yo todavía escuchaba por dentro las advertencias de mi madre, diciéndome que nunca debía ser yo la primera en llamar a un hombre, así que suponía que la misma regla era aplicable para los mensajes.
También, a la antigua, dejaba en mis fines de semana huecos lo suficientemente largos para una cita cara a cara, por si acaso alguna vez decidía proponerla. Pero nunca lo hacía, y yo me quedaba como el perro de las dos tortas.
Entonces dejaron de llegar mensajes. Durante dos semanas de agonía, me pregunté qué habría sido lo que escribí para que él diera por terminada esta “relación” o lo que fuera.
Hasta que un día sonó mi teléfono y era Thomas.
“¿Qué tal?”, me preguntó.
Me quedé atónita, pero decidí no demostrar lo enojada que estaba.
“Bien”, le dije. “¿Y tú?”
Pero todo esto era absurdo. Ni siquiera teníamos una relación, ¿verdad? ¿En qué categoría se ubica el mandarse mensajes de texto durante un tiempo? Hasta ahora, su reputación entre mis amigas estaba tan definida, que se referían a él burlonamente como “el Texteador” y nunca por su nombre.
“¿Cómo está el Texteador?”, preguntaban.
“Bien”, contestaba. “Usando sus pulgares, supongo”.
Muchas de ellas, indignadas en mi nombre, se ofrecían a mandarle un mensaje para decirle que debía decidirse a ir más allá o parar. Yo seguía preguntándome por qué mantenía esta relación bidimensional, pero tenía la esperanza de que los mensajes constantes llevaran a algo más. También me preocupaba que podría extrañarlo, porque me había acostumbrado a tener por lo menos un novio virtual en lugar de no tener novio. Si yo pusiera fin a la relación, tal vez estaría cancelando para siempre la oportunidad de retomar la química que sentimos en nuestra primera cita.
Cuando me llamó, me enteré de que su silencio de dos semanas se había debido a un viaje de negocios al extranjero. No había podido tomarse la molestia de escribir que estaría fuera del país y fuera de contacto.
Entonces tomé una decisión: o me invitaba a salir en persona, o yo pondría punto final a esta tontería. Le puse como fecha límite (solo en mi cabeza, por supuesto) ese viernes, pero de nuevo dejé un pequeño espacio en mi agenda, como ya me había acostumbrado a hacer durante los dos meses anteriores.
Llegó la fecha límite. Y, como siempre, llegó su correo en el que preguntaba por mis planes para el fin de semana.
Le conté: cena el sábado en la noche y caminata el domingo. Él me dijo los suyos: iría al cine esa noche con unos amigos.
Ahora viene, pensé, la siempre resbaladiza invitación.
Sin embargo, preguntó mi opinión sobre varias películas, lo cual parecía lógico. Si iba a ir con él, quería asegurarse de que me gustara la película elegida. Y luego, después de haber sabido lo que yo pensaba, me deseó un fin de semana maravilloso, me agradeció los consejos y se despidió, ignorante por completo de que era la última vez que me dejaba plantada.
Para darme importancia, no le mandé ni un correo ni un mensaje de inmediato, sino que esperé a que sonara su acostumbrado mensaje el lunes siguiente, preguntando cómo había pasado el fin de semana.
Mis dedos descansaban sobre el teclado mientras la sangre me hervía, como lo había hecho durante todo el fin de semana. Pero no quería que él supiera cuánto me había lastimado, así que respiré hondo varias veces y luego escribí: “Mi fin de semana estuvo genial. Ya que lo sabes, quiero agradecerte por haber sido mi amigo por correspondencia durante los últimos dos meses, pero creo que deberías saber que ya tengo varios amigos así y realmente no necesito uno más. Te deseo la mejor de las suertes”.
Respiré hondo una vez más antes de oprimir el botón de enviar, disfrutando la satisfacción que recorría mis venas.
Me contestó al instante: “¿De qué hablas? ¿Te estás despidiendo de mí? ¿Pasa algo malo?”
Yo no daba crédito. ¿No se daba cuenta de lo ridículo de su comportamiento? Ahora mis dedos volaban sobre el teclado: “Solo me desconcierta que nunca se te haya ocurrido invitarme a salir después del día que comimos, y parezcas estar muy a gusto escribiéndote con alguien que vive a menos de tres kilómetros”.
“¿Qué vas a hacer hoy en la noche?”, me preguntó. “¿Cenamos en mi casa?”
Quería decirle que no, pero estaba demasiado contenta de que por fin me hubiera invitado a salir. La vocecilla regañona en mi interior seguía molestándome: “¡No puedes aceptar una cita para el mismo día! ¡Eso se ve patético y desesperado, como si no pasara nada más en tu vida!”
Entonces me di cuenta. No podía hacer eso. Tenía 31 años. Había estado casada. Estaba cansada de jueguitos. Quería una cita. Una cita real, frente a frente. Con él.
Tomé el teléfono y marqué. Cuando me contestó, le pregunté: “¿Qué llevo?”
Unos años después, el Texteador y yo nos casamos. Y ahora, siete años después de eso, tenemos dos niños, dos carreras y una vida juntos. Casi nunca nos mandamos mensajes, pero cada noche espero que suene la notificación de su mensaje: “Pronto llegaré a casa”.
Vía New York Times