No lo puedo negar. Asistí a corridas cuando la famosa Feria Milagro se institucionalizó en Armenia. Llegaron los mejores toreros del mundo, entre ellos, Paco Alcalde, Sebastián Palomo Linares y los mejores, a lidiar todos de las mejores ganaderías del país.
La plaza se llenaba cada enero. Gente procedente de Cali, Manizales y Medellín especialmente, venían ya con sus boletas adquiridas en dichas ciudades y la plaza de toros El Bosque se llenada. Bellas mujeres engalanaban los diferentes sitios de la plaza, aunque pequeña, era muy confortable y casi todos conocidos a medida que asistíamos a las diferentes corridas.
Luego, asistí, en Cali, a la famosa Feria. Me invitaron unos primos y atendí varias invitaciones a Cañaveralejo.
Fueron momentos especiales, hasta cuando llegó el día de llevar a mi hija de 6 añitos a ver a los enanitos toreros.
Ella quería ir, porque estando en Unicentro, allí estaban promocionando su presentación para el domingo siguiente. Mi hija los quería ver, pues le parecieron muy especiales y además, muy graciosos.
Llegó el anhelado domingo y nos fuimos a la plaza. Sobra decir que antes de entrar, se antojó de todo, incluyendo sombrero y vestuario adecuado a una amazona grande.
Tuvimos la fortuna de ocupar la primera fila, pues allí, aunque no teníamos la boleta, había espacio y la presentación estaba por comenzar. Empezó el evento con la salida de los enanitos y un grupo de novilleros, quienes iban a lidiar, según la programación dos becerros.
El goce de mi hija era increíble. Desde un comienzo se reía de todo y los niños que había allí estaban en el mismo jolgorio con sus padres y abuelos.
Los enanitos saltaban, corrían, se escondían, jugaban, hacían malabares y los becerros los seguían. Eso hacía que los niños gozaran increíblemente con lo que estaba viendo. Era una celebración increíble y aunque el sol quemada tremendamente, la alegría seguía entre todos.
Terminada la presentación de los enanitos, anunciaron a uno de los muchachos novilleros. Se plantó en mitad de la plaza y esperó al becerrito, pequeño él. Empezó a torearlo y los niños a gritar: “ole, ole, ole”. Emocionados todos los chiquillos, incluyendo a mi hija.
De pronto y ya para culminar la faena, decidieron que el novillero entraría a matar. Así de sencillo. Los niños miraban, observaban y ya no reían ni sentían la alegría de las piruetas de los enanitos o el ole inicial con el novillero.
Una estocada por un lado, otra por el centro y el becerrito empezó a sangrar. La angustia se apoderó de los niños. Yo empecé a gritarle al muchacho que no fuera cruel. Lo tenía casi que frente a mí y sé que me escuchaba.
Seguía estocando al becerro. No tenía idea de lo que estaba haciendo o creía que era un gran torero y no le importaban los gritos de los niños: “no lo mate, por favor”, gritaban de todos lados.
No escuchaba. No era con él. Muchos niños empezaron a llorar. Mi hija lloraba inconsolable y decidí salirme con ella. Le dije que estuviera tranquila que nunca más volveríamos a ver una corrida ni con los enanitos.
Desde ese día, decidí que nunca más volvería a una corrida. Ese dolor de mi hija y los niños asustados, me ha acompañado desde ese momento. Por eso, nunca más volví a una plaza de toros.
Manuel Gómez Sabogal