
Por Miguel Fernando Caro Gamboa
Y ayer, a las 2,30 de la tarde con el sol en su apogeo y yo de décimo en la fila, te observé en tu puesto, sentada, al otro lado de la ventanilla y pude ver en tu rostro esa expresión de alegría que me cautivó, luego cruzaste dos palabras con un muchacho y tu sonrisa lo hizo continuar su camino feliz. Después siguió una muchacha y tú, como si fuera la primera del día, y el reloj marcara las 7a.m, y la frescura de la mañana fuera total.
Yo estaba de octavo y cada vez que llegaba el siguiente me deleitaba siendo testigo de tu amabilidad y de tu poder para cambiar las historias de la gente, pues a esa hora y en esas condiciones, que alguien impregne de alegría a cada persona que contacte durante escasos segundos, de verdad que es algo espléndido.
Al estar frente a ti, me sonreíste y yo a ti, luego te pasé el dinero y con mi mano te expresé que lo gastaría todo, lo recibiste y complaciste mi deseo, nos miramos y nos despedimos con otra sonrisa. Estaba feliz y me prometí, que la próxima vez que te encuentre, te invitaré a compartir un café o un refresco, para conversar contigo y saber a qué se debe la magia de tu ser, tu poder para sembrar esa alegría que se transforma en una sonrisa en cada persona que atiendes.
Salí de la estación del MIO llamada Unidad Deportiva, rumbo a Cosmocentro y la alegría que me diste ayer en la tarde, me sigue acompañando un día después.
Gracias mujer, no sé tu nombre y espero que tu entusiasmo y alegría siempre te acompañen y que sigas siendo un detalle de amabilidad y luz en esta ciudad vertiginosa y a veces tan difícil de amar, de vivir en ella, donde salimos cada mañana con la esperanza de regresar a casa sanos y salvos, y ojalá siempre felices, gracias a personas como tú.