Desde el séptimo piso, por Don Faber Bedoya
Don Libardo, dueño de la tienda – granero, más grande y única del barrio Manantiales, vino a valorar a su hijo nombrado, como el “pibe del millón de dólares”, gracias a un desafortunado accidente. Afortunadamente la vida le dio la oportunidad de apreciar la grandeza de ese hijo privilegiado, para el futbol.
A los dos hijos y a su señora nunca les faltó nada. Estudiaron en los mejores colegios y como Giovani desde niño se destacó en el futbol, don Libardo le dio todos los implementos necesarios para la práctica de este deporte. Nunca lo acompañó a los entrenamientos, tampoco asistió a las reuniones de padres, total fue excelente estudiante, destacado deportista y un ser humano de excelsas calidades. El joven era “huérfano de padres presentes”. Su mamá era quien respondía por todo lo relacionado con los hijos, pues el papá estaba muy ocupado en los negocios y más ahora que heredaron una finca grande, al terminar el barrio y un hermano que es ingeniero, parceló y urbanizó mucha parte de ese lote. Construyó cuatro casas, con lotes sembrados en café, plátano, pastos, y árboles frutales. Todo estaba allí, el solo midió y repartió los lotes. Una hermana se fue a vivir a la finca y los otros la alquilaron por Internet. Por lo tanto, don Libardo empezó a recibir muy buen dinero extra por este nuevo negocio.
Ahora sí que menos tenía tiempo para su familia. Pero eso sí, no podían pedir algo porque todo lo tenían. Un excelente padre proveedor. La niña quiso practicar gimnasia y hasta profesora particular tuvo, después quiso tocar guitarra, y se le tiene, después, y después, había para todo lo que la niña quisiera o necesitara. Al fin en algo se destacó, pero don Libardo no supo en qué, solo que le costaba mucho, más que Giovani, que solo eran guayos, medias, suspensorios, porque la pantaloneta y las camisetas se las daban los equipos en los cuales participaba y con mucho éxito, según decían los vecinos y alguna vez había leído y oído de los triunfos del muchacho. Además, el ilustre dueño del granero era muy aficionado al licor y por las noches, la tienda se convertía en un excelente tertuliadero de los vecinos, se consumía mucho trago y tarde se iban a dormir.
Para Giovani su papá era un ídolo, además que como menor de edad, tenía que ser su representante, él lo adoraba, lo extrañaba, añoraba verlo en los entrenamientos en los partidos amistosos, en los oficiales, y ya en los de campeonato. Su ausencia era su gran falencia y debilidad. A don Libardo se le olvidaban las fechas de los encuentros, entrenamientos, partidos y mejor optó, en secreto, cederle la representación del muchacho, al doctor Diego, hasta cuando fuera mayor de edad. Pero se arrepentía y después de los tremendos guayabos morales volvía a las mismas y con los mismos.
Los vecinos, amigos, compañeros de Giovani se sentían muy orgullosos de tener un vecino y amigo tan talentoso y que llegaría muy lejos, como este joven tan serio dedicado a la casa y a su deporte. Ya jugaba en el equipo profesional de la ciudad, era mayor de edad, y tenía propuestas que según decían los comentaristas deportivos, llegarían al millón de dólares. Y todos se preguntaban porque el papá era tan ausente y lejano con su hijo.
Una noche en el granero habían tomado mucho licor. Cuando don Libardo se paró, sin haber tomado nada, se fue para atrás, se golpeó la cabeza se hizo una herida muy grande al lado izquierdo, vino la ambulancia se lo llevaron para el hospital del Sur, que era muy cercano, lo acompañó un amigo que estaba en sano juicio, porque era el conductor de uno de ellos. Por la intensidad de la herida, se hizo necesario trasladarlo al hospital central. Las 24 horas siguientes fueron cruciales, no se dejó dormir, no convulsionó, pero no recobraba la lucidez, no respondía las preguntas, no sabía quién era, donde estaba, no recordaba nada. Después de muchas radiografías, no se encontró ninguna lesión importante o significativa. Tenía una amnesia temporal.
Pasó varias semanas hospitalizado, una tarde el hijo fue a visitarlo. Don Libardo no lo conoció, lo confundió con el médico. Y empezó a contarle, “doctor, yo tengo un hijo que es un deportista muy destacado, está en el extranjero, pero como le parece, que mientras él estuvo aquí yo no lo acompañé al principio, si le ayudé en todo, no creía mucho en él, ese moreno que está ahí hace rato me está mirando, pero después yo me camuflaba e iba sin que me viera a todos los entrenamientos, era feliz viéndolo jugar, me sentía muy orgulloso de que fuera mi hijo, dígale a esa gorda que se vaya, por favor doctor, yo no sé quién es, que se vaya, por favor doctor. Iba a todos los partidos, brincaba, gozaba, a todos los que estaban al lado mío les decía que era mi hijo, pero nunca tuve el valor de decírselo, por favor doctor, cuéntele usted que yo estoy muy orgulloso de ser su padre, dígale por favor. No me deje morir sin que él sepa todo lo que lo quiero y todo lo que siento por él, lo orgulloso que estoy de ser su papá, ya es muy tarde doctor tengo que irme pero no recuerdo para donde, doctor, cuéntele a mi hijo.
Llegaron el médico con una enfermera y encontraron a un joven recostado en la cama, llorando. El enfermo estaba dormido, muy dormido, y el visitante tuvo que dejar la pieza. Cuando salió se encontró con el doctor Diego, quien le informó de la propuesta del Junior, de un millón de dólares, por tres temporadas. No, hasta cuando mi papa no se recupere, no vuelvo a jugar futbol, no me muevo del lado de él, no ve que es mi primer fan y admirador, y está muy orgulloso de mí.
Nosotros los de esta camada de padres a la antigua, estamos muy orgullosos de nuestros hijos, como ellos en tiempos idos, estuvieron orgullosos de nosotros.