Ella se miró al espejo, luego me miró, estaba sentado yo en la cama, y me preguntó:
— ¿Te sigo gustando aún?
— Como el primer día, le respondí.
Ella se llevó las manos a la cintura, y me preguntó:
— ¿Te has fijado que mí cuerpo ya no es el mismo de cuando nos conocimos?
— ¡No!, le respondí.
Se llevó las manos al busto y me preguntó:
— ¿Te has fijado que mi busto ya está caído?
— ¡No!, le respondí.
Ella se levantó la bata, miró sus piernas y me preguntó:
— ¿Te fijaste que mis piernas ya no son duras y tersas como antes, y están venosas?
— ¡Noo…!, le respondí una vez más.
Entonces se acercó a mi, y con lágrimas en los ojos me preguntó:
— Entonces: ¿qué haces a mi lado si ya no me ves, ni te diste cuenta de cómo ha cambiado mi cuerpo? Dormimos juntos todos los días desde hace más de 40 años, ¿y no te has dado cuenta que no soy la misma de ayer?
Le sonreí y le dije:
— Mucho antes de mirar tu cuerpo, vi tu forma de ser.
— Mucho antes de tocar tu cuerpo, sentí tu forma de amar.
— Mucho antes de mirar tu busto levantado y turgente, vi en tu pecho un corazón lleno de bondad.
— Mucho antes de ver tu figura sensual, te sentí una dama… te sentí mi mujer.
Tomando un suspiro profundo le dije: No te pongas triste por cómo te ves, ponte alegre por cómo te sigo sintiendo. Yo me enamoré de la sensualidad y bondad de tu alma, no de la vanidad de tu cuerpo.
A través de las lágrimas le dibujé una sonrisa que hizo brillar nuevamente su bello rostro, y le dije como es mi costumbre:
— ¡Por siempre serás el amor de mi vida!