Por Manuel Gómez Sabogal
Tuve charla con un padre de familia quien me dijo que quería a su hija, pero que ella, a su edad, debía hacer lo que él le indicaba. Que soñaba que su hija trabajara y no que pensara en viajar al exterior. Le dije que no debería pensar así, sino en entender qué deseaba su hija. No pude convencerlo.
Recuerdo que, en 2014, dos niñas de 16 años cada una, huyeron de su hogar porque una de las madres había amenazado con pegarle a una de ellas, si llegaba tarde a casa. Por miedo, se fueron.
Un amigo me llamó a pedirme que colaborara en este caso. Fuimos a casa de una de las familias, hablé con la madre y me dijo que nada había pasado. Que se le hacía extraño que su hija hubiera huido de la casa. No se explicaba. Le pregunté que, si ella abrazaba a su hija, me dijo que no. Que casi nunca lo hacía. Que si le daba mucho afecto y me dijo que muy poco. Que le era muy difícil. Allí estaba la abuela de la niña y le pregunté que si ella la había abrazado alguna vez. La señora empezó a llorar y me dijo que su madre nunca le había dado un abrazo. Ahí, comprendí muchas cosas.
Le dije que, por favor, no castigara a su hija. La íbamos a encontrar, pero que el compromiso debería ser de abrazos y mucho afecto. Que mirara por el panorámico y no por el retrovisor. Me dijo que quería internar a su hija y le pedí que no hiciera eso, porque era peor. Que como era hija única, debería tenerla cerca, hablar con ella, sentirla.
Luego, hablé con la Policía de infancia y adolescencia, quienes estuvieron dispuestos a colaborar. Periodistas amigos, también se dispusieron a informar. Decidí acompañar a mi amigo, porque me pidió que fuésemos a buscarlas. Con base en algunos datos, localizamos lugares en los cuales podrían estar.
Al finalizar la tarde, logramos ubicarlas. La lluvia no impidió que las siguiéramos por el barrio al cual llegamos, incluyendo una patrulla de la policía de infancia y adolescencia.
Cuando nos acercamos, una de ellas empezó a llorar intensamente. “No quiero ir a mi casa”, “no quiero que mi mamá me vuelva a pegar”. Yo la abracé y me comprometí con ella. Nada le iba a pasar.
Como a las nueve de la noche, nos reunimos con las dos familias. Conversamos. Les hablé acerca del afecto. Que esa palabra debía convertirse en realidad. Que, entre padres e hijos, el afecto era muy importante.
Cada madre le habló a su hija. Cada hija respondió. Hubo lágrimas y abrazos. Hubo perdón y se mostró el amor entre ellas.
Regresé a casa, convencido de que había hecho algo por esas dos familias. Seguiré insistiendo en los abrazos, caricias y afecto entre padres e hijos.
Fui al colegio varias veces, a conversar con docentes. Les pedí que les ayudaran, porque valía la pena. Sin embargo, una de ellas dejó de ir al colegio. Dejó sus estudios. Además, volvió a irse de la casa. La dieron por desaparecida, pero la verdad, no quería estar en casa. Me llamó, me buscó para que le ayudara. Me dijo que no se aguantaba el maltrato y que no quería ser encerrada. Hablamos durante mucho rato, pero no pude convencerla de volver a casa.
La falta de afecto de su madre era mucha. Yo incluso la llamaba para conversar con ella, pero no había respuestas razonables. Sentí pánico…
Días después, se “enamoró” de un muchacho que vendía droga y se fue a vivir con él. Se desvinculó totalmente de la familia e incluso no me volvió a llamar. Una noche, tarde, me llamó su mejor amiga para decirme que la acababan de asesinar.
El 8 de junio de 2015, leí el periódico:
“Adolescente fue asesinada en el barrio Ciudad Dorada”. Salió su foto. Tenía muy pocos años: 17. Lloré. Los comentarios en el periódico fueron desastrosos. Nadie la conocía y la trataban mal, muy mal.
Al día siguiente, su velorio y funeral. Allí estuve y encontré a su madre en un mar de lágrimas. Nos miramos, nada más. Estaban su mejor amiga y su mamá. En el funeral, hablé del afecto y la ternura. Había muchos jóvenes casi de su edad, allí.
No olvido los momentos, las alegrías y tristezas de Sarita.
Mientras haya mucho afecto y ternura, habrá una relación más cercana, más diálogo y más alegría entre padres e hijos.
La falta de afecto influye demasiado en niños y jóvenes.