Desde el séptimo piso, por Faber Bedoya C
La lengua que a nosotros nos tocó hablar, por raza, por herencia, por conquistadores, por suerte, por ancestro, o por todas las anteriores, es el español. Y ahora, a punto de cerrar el diccionario de la vida, nos encanta cada vez más este “hablao” nuestro. Las primeras palabras nos las enseñó la naturaleza, la tierra, el café, el plátano, la yuca, las vacas, los caballos, aves, cerdos, perros y gatos. Este ámbito constituía nuestro vocabulario y nosotros antes, mucho antes, que Konrad Lorenz, hablamos con los árboles, las plantas, los animales, las aves, los peces, hasta con los animales salvajes que teníamos. Diferenciábamos sus voces. Las nubes formaban figuras y nosotros le poníamos letra. Pero algo grandioso debió ser el balbucear las primeras palabras, hablar, comunicarnos, expresar pensamientos. Conversar con mis papás, tíos, rezar con mi mamá, entender las palabrotas del abuelo y sus hermanos, – que nos prohibían repetirlas –hasta construir frases y oraciones completas. Tuvimos, por fortuna, padres, tíos y tías preocupados por nuestra formación escolar, y el bien hablar era la primera materia que debíamos cursar.
Antes de los siete años ya sabíamos leer y escribir, le leíamos el periódico al abuelito los domingos por la tarde, le hacíamos cartas a los trabajadores e interpretábamos sus respuestas. Lo cierto es que cuando llegamos a la escuela hablamos bien, conversábamos, conjugábamos verbos, es decir en lenguaje, aprobados. Y en la sala de la casa grande de la finca, había una biblioteca, con varios libros, destacándose el Tesoro de la Juventud, que era una enciclopedia constituida por 20 tomos, 7.000 páginas ilustradas, y entre otros títulos recordamos, el “Libro de América Latina, Cosas que debemos saber, Hombres y Mujeres celebres, el libro de los hechos heroicos, el libro de las narraciones interesantes, el libro de la poesía, los países y sus costumbres”. Fueron muchas las tardes que pasamos los primos, con los tíos, leyendo el libro que cada cual prefería. En esos tomos hicimos nuestras primeras “investigaciones” de temas que nos ponían en la escuela o colegio. Después, en secundaria, leímos y consultamos en la biblioteca de la Sociedad de Mejoras Publicas de Armenia, la Enciclopedia Británica, con sus veinte tomos e infaltable era cada mes, “Enriquezca su Vocabulario”, sección de la revista Selecciones, que nos la compartía nuestro ilustre suegro, don Guillermo Muñoz.
En la adquisición de un fluido vocabulario, en esa época, influyeron significativamente, primero la radio, después la televisión y lo que nos desató la lengua, fue el teléfono fijo. Nos permitía hablar, “hasta por los codos”, era fascinante, casi alucinante, hablar con nuestra amiga, o casi novia, por teléfono. Largas horas pasamos pegados de ese aparato. “cuelga tú, no cuelga tú, no tú, no tú…, y ahí nos quedábamos. Hasta que oíamos el grito del papá, o del hermano mayor, necesitando el teléfono.
Y enfrentamos la vida, con las palabras almacenadas en nuestro interior, pues algún día nos dijeron de la “abundancia del corazón, nacen las palabras. Gracias a ese acervo, menú, portafolio, equipaje, somos seres sociales, nos relacionamos, progresamos, abrimos puertas, prometimos, nos comprometimos, aceptamos, nos aceptaron, cumplimos, nos dieron muchas oportunidades, creyeron en nosotros, y triunfamos. Es algo maravilloso, es el don de la palabra. Y nosotros los docentes somos testimonios de ese regalo divino. “En el principio ya existía la palabra”.
Pero en qué momento pasamos tantas páginas de la existencia. Y ahorramos palabras para esparcirlas ahora que somos mayores a nuestros hijos, nietos, y no, están pegados de otras fuentes de enseñanza. Es que ya no necesitan al otro. Uno ve por la calle personas hablando solas, pero no hay tal, están conectadas mediante un audífono, a un celular hablando con alguien, muy lejos de allí. Y nos están mutilando las palabras, lo normal son las apócopes, expresiones cortas. Volvimos a los marconis de nuestra época. Lo que impera es la síntesis, los metalenguajes. Se acabó la redacción, las cartas. Se mandan mensajes, podcasts, publicaciones en cuenta X, Messenger, Instagram, Facebook, WhatsApp. Y se puede negar la autoría, eliminar el mensaje, me hackearon la cuenta, me están haciendo bulliyng. Y sigue un vocabulario nuevo que sonroja al más actualizado.
Paralelo a esta corriente de palabrería insensata, surge una vida de incredulidad. Es muy difícil creer hoy en lo que se dice. Todo se puede rectificar, es decir se puede decir lo que se quiera de quien se quiera y después rectificar o con pedir disculpas públicas, queda subsanado todo. Estamos cautivos de lo que decimos, todo es grabado, hasta tal punto que se dicen unas barbaridades, como la de un alto funcionario, que dijo que las “pérdidas de una empresa estatal eran de miles de decenas de millones de dólares”. Pero todo sigue normal, o el colmo, que en la actualidad se administra, vía cuenta X, con la innegable condición que se dirige a todo el pueblo, pero no se sabe si lo escuchan, o lo leen, lo acatan, y lo que es peor le creen. Es que de tanto utilizar un instrumento ya es tan común que no se le pone cuidado, y se vuelve esclavo de lo que se dice. Por eso yo le pido a la vida, ahora que llegamos a la vejez, que me sigas alegando en vivo y en directo, y no por WhatsApp.