
Desde el octavo piso, por don Faber Bedoya
Así como tenemos etapas en la vida física, niñez, juventud, pubertad, adolescencia, adultez, vejez y nosotros, también tenemos una presencia viva y actuante de nuestra vida interna, mente y espíritu. Cuando éramos niños, todo era alrededor de nuestro cuerpo físico. Como sería que solo hasta los siete años teníamos “uso de razón”, expresión que me torturó de grande mucho tiempo, hasta cuando llegué a la conclusión, que hay muchos congéneres, que nunca utilizaron esa propiedad que natura nos dio. Nuestra niñez transcurrió en una finca, donde la única preocupación era vivir, comer, dormir y defecar como decía mi abuelo, con otra palabra, claro. A los niños mucho tiempo nos dijeron “cagones”.
En el colegio la preocupación era tener buena figura, íbamos al gimnasio, las clases de educación física era un culto al físico juvenil. Nos elaboraron fichas antropométricas, y en mi caso todas las medidas eran normales, apto para los juegos de mesa. Me sugirieron como deportes la natación y el atletismo, y en esto si me destaqué, pues participé en varias competencias atléticas, nos ganamos un inter colegiado, en cinco mil metros y un segundo lugar en los 10.000. Todavía le hacemos honor a don Fanel Villareal, participando en la media maratón de la Edeq, pero caminando. La verdad es que, en esta dimensión, regular gracias. Pero en la actualidad, a mis 80 metros planos, soy un adulto sano y sin enfermedades preexistentes. Más bien fuimos reacios a los gyms, centros fitness y similares, básicamente nos gustó más la academia que los estadios.
Nuestro gran descubrimiento al llegar a la escuela fue el “pensar”, presentado en forma de conocimientos, algo que no se veía, tocaba, está en la mente, otro hallazgo. Y se volvió aprendizaje, y sabíamos otras cosas diferentes a los oficios domésticos y agropecuarios. Aprendimos de memoria temas diferentes a las oraciones que nos enseñaba mi madre, y nosotros repetíamos como unos loritos. Nos sentíamos tan bien, como verdaderas personas, “intelectuales de medio pelo”, como decía mi tío Libardo. Podíamos hablar bien, exponer temas de geografía, historia, cívica, urbanidad, literatura. Ya no solo, las historias de arriería del abuelo, sino las obras de grandes autores, caldenses, antioqueños, de poesía. De la noche a la mañana resultamos “eruditos de vereda”. La mayoría de los trabajadores de la finca eran analfabetos, inclusive mi abuelito, no creo que haya estudiado mucho. Sabia firmar, y leer algo, por lo tanto, nosotros nos distinguíamos por la característica de estudiantes.
En mi caso particular me fascinó el estudio y tuvimos la ventaja que todos mis tíos, incluyendo a mi padre, estudiaron la primaria completa y algunos años de bachillerato. Tuvimos un tío médico, una licenciada, otro tío fue bachiller del Instituto Universitario de Manizales y una tía, bachiller de un colegio de Bogotá. El abuelito se preocupó por darle educación a sus hijos y desde luego a los nietos. Todos ellos me ayudaron en mi interés por estudiar, no perdí ningún año escolar y me destaqué en algunas materias, en especial, humanidades y literatura. Ya en la escuela y en el colegio, sentía la necesidad de leer y aprender. Mientras fuera estudiante tenía muchas prerrogativas, pues no se lo llevaban para el ejército, le parece poco. O sea, pusimos a trabajar la mente, o como dijo un profesor sarcástico “estrenamos el cerebro”.
Empezamos a leer y no hemos terminado todavía de hacerlo. Fuimos ratones de biblioteca en el estricto sentido de la palabra. Sobre todo, literatura universal, muchas biografías. Participamos en los centros literarios de la época, en conferencias, exposiciones, cine foros, charlas, talleres, en especial los que eran gratis. Y le cantamos al amor en forma de poesía, hicimos rimas, trovas. Y ya en la universidad fuimos intelectuales reconocidos, verdaderos cultores de la mente. Escribíamos en el periódico universitario, fuimos profesionales en Pedagogía y después Especialistas en Computación y Magister en Orientación y Consejería Escolar. Siempre aprendiendo y enseñando, ese ha sido nuestro destino. Y todos los días le doy gracias a Dios por haberme hecho educador, he sido feliz en mi labor.
“Y leí muchos libros, leí tanto y tanto que al fin se cansaron de hacerlo mis ojos”.
Un día, en bachillerato, nos encontramos con el sacerdote Ariel Tobón, quien en la clase de religión nos habló de la dimensión espiritual del ser humano. Y eso para nosotros fue como si hubiéramos encontrado la piedra filosofal, nos volvimos alquimistas. En la finca nos decía a manera de reproche, “tiene un espíritu que no le cabe en el cuerpo y seguía, es que parece ombligado con cola de mico”, ese día con el padre Tobón entendimos lo que nos querían decir los abuelos. Desde niños somos seres espirituales con escasas experiencias humanas. Deberíamos haberle prestado atención a nuestra voz interior, o conciencia, a razonar, porque un día algún profesor, nos dijo que el hombre es un “ser racional”. Y muy tarde comprendí, la grandeza de esa afirmación. Empecé a sentir paz interna, como seres de luz, aunque fuéramos jóvenes, en nuestro espíritu está Dios, es causa de unión, es lo sagrado de la existencia, tangible, objetivo, palpable, es vida y vida en abundancia, confianza y fe, meditación, presente aquí y ahora, el espíritu solo vive en y del presente. Y el padre Ariel se extasiaba hablándonos de la experiencia espiritual y nosotros sentíamos en carne propia esa vivencia.
Y hoy cruzando la meta de la carrera de la vida, nos salva nuestro vigoroso espíritu. No ha envejecido ni poquito, lo tenemos regado por todo el cuerpo y nos alcanza para compartir con familiares y amigos. Creemos en el mismo Dios de nuestros padres y abuelos, lo sabemos resucitado, glorificado, y somos testimonio de muchos milagros en nosotros, en mi caso, solo por la gracia y misericordia de Dios, estoy escribiendo estas líneas y me cuesta mucho trabajo terminar.