La Organización Mundial de la Salud (OMS) define un estilo de vida saludable como el resultado de una serie de hábitos que permiten “un estado pleno de bienestar físico, mental y social”. Esto implica una adecuada alimentación, la práctica del ejercicio físico, el descanso, la recreación, buenas relaciones sociales. Los beneficios se relacionan con un mejor estilo de vida, menor riesgo de cáncer, enfermedades cardiovasculares y diabetes, y más claridad mental.
La esperanza de vida media en el mundo ha aumentado sustancialmente en las últimas décadas. El envejecimiento de la población ha provocado una alta prevalencia de enfermedades crónicas como diabetes, enfermedades cardiovasculares y cáncer. Aunque las personas viven más, los adultos mayores a menudo viven con discapacidades y enfermedades crónicas. Quienes presentan tales enfermedades crónicas, que incluyen cáncer, enfermedades cardiovasculares y diabetes, tienen una esperanza de vida más corta que sus pares sin estas afecciones.
Una investigación realizada en la Universidad de Harvard y publicada en el British Medical Journal (BMJ) concluyó que para mantener en el tiempo una buena salud es fundamental cultivar al menos cinco buenos hábitos de vida y erradicar otros que inciden negativamente en nuestra salud física y mental. Esto significa, que es posible que tengamos una mayor y mejor esperanza de vida, con un riesgo disminuido de diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y cáncer, entre otras patologías crónicas no transmisibles, si mantenemos un buen estilo de vida.
Los cinco hábitos que menciona el estudio son:
- Mantener una alimentación saludable en el tiempo.
- Mantener un peso saludable (IMC) entre 18,5 y 24,9.
- Realizar actividad física frecuente y adecuada a nuestras condiciones particulares.
- Limitar en lo posible el consumo de bebidas alcohólicas.
- Evitar el consumo de tabaco (nicotina).
Es claro que los hábitos poco sanos, como fumar, ser sedentario, tener una mala calidad en la dieta y el consumo excesivo de alcohol aumentan el riesgo de muerte prematura y provocan una disminución de entre 7,4 y 17,9 años de expectativa de vida.
Si deseamos cambiar algunos aspectos de nuestra vida, es importante plantearnos por qué queremos hacerlo y buscar la mejor manera para ejecutar esos cambios y mantenerlos a través del tiempo. Las “dietas milagro” (con caducidad) no nos permitirán mantener un peso en el tiempo, tampoco será muy eficiente hacer una lista interminable de propósitos.
Si fuéramos seres puramente racionales, regidos por intenciones claras y bien concretas, podríamos cambiar de estilo de vida con facilidad y discreción. No haría falta hacer de nuestras intenciones de cambio todo un espectáculo en redes sociales y pedir apoyo para mantenernos en la ruta correcta. La verdad es que modificar nuestras conductas y mantenernos en ese cambio no es algo sencillo. En primer lugar, hemos de reconocer que no somos seres completamente racionales. Las motivaciones de nuestros actos habituales pueden ser todo un misterio que los investigadores siguen escudriñando. ¿Comprendemos, en realidad, lo que impulsa nuestra conducta? Wendy Wood, una autoridad en este tema, nos aconseja que debemos dejar de sobrestimar nuestro yo racional y aceptar que estamos hechos, además, de otras facetas más profundas que merece la pena revisar. ¿Cuántas veces nos hemos propuesto estudiar un nuevo idioma online, sin conseguirlo?
Sí, queremos hacer cambios y cumplir nuevos propósitos en la vida y nos llenamos de determinación para lograrlo. Se ha dado por sentado que la fuerza de voluntad lo es todo y, por lo tanto, las modificaciones que queremos hacer en nuestra vida se convierten en una especie de prueba de esfuerzo para nuestra mente consciente. Cuando intentamos conseguir una nueva habilidad (alimentarnos saludablemente, bajar de peso, aprender un idioma, incorporar un deporte a nuestra cotidianidad, etc.) y no lo conseguimos, es fácil que concluyamos que, no hemos dado la talla, somos unos flojos, o que hemos perdido la prueba. Pensamos que, si hubiéramos puesto más empeño, más autocontrol, con una mayor voluntad para cambiar lo habríamos conseguido y, por eso, muchas veces nos sentimos frustrados, culpables, tristes y perdedores. Todos hemos fracasado más de una vez cuando nos da por poner en práctica nuestra fuerza de voluntad. Y sin embargo seguimos convencidos de su poder para conseguir cambios duraderos.
Cuando ejercemos la fuerza de voluntad, ponemos en juego activamente nuestro arranque y energía mental. La toma de nuestras decisiones y la autodisciplina tienen que ver con funciones de control ejecutivo de la mente y el cerebro (procesos cognitivos razonados que seleccionan comportamientos y los monitorizan). Pero todo no depende del control ejecutivo, y hay otras facetas de nuestra vida que se resisten activamente a dicho control y sabotean nuestras intenciones, sin que ni siquiera nos demos cuenta. En realidad, nuestra mente consciente tiene poco que ver con la gran cantidad de cosas que hacemos cotidianamente (habitualmente). En este caso, el que funciona es un gran aparato no consciente que está camuflado, un aparato que solemos dirigir mediante señales y anotaciones generadas por nuestra mente consciente, pero que al final, funciona solo, sin la intervención del control ejecutivo.
Los hábitos han sido un gran misterio por años, circunscrito durante décadas en la idea errónea de que romper un mal hábito o adoptar uno saludable es simplemente cuestión de intención, fuerza de voluntad y autodisciplina. Es cierto que podemos servirnos de la comprensión consciente de nuestras metas y aspiraciones para orientar nuestros hábitos. Podemos de hecho, marcar unas pautas y dirigir el timón, pero es importante recordar que hay otros mecanismos fundamentales para que consigamos nuestros objetivos.Los cambios en nuestra vida no ocurren por generación espontánea. Se efectúan, paulatinamente, a lo largo del tiempo, mediante acciones que hay que mantener de manera constante, pues se deben poner en práctica procedimientos coherentes para conseguir las cosas.
Cuando se trata de realizar acciones puntuales como ponerse una vacuna, por ejemplo, la intención de hacerlo y toma de decisión consciente funciona muy bien. Pero, en el caso de acciones que tienen que repetirse con frecuencia, como reciclar o salir a trotar por las mañanas, las intenciones y propósitos tienen una pobre influencia en la forma como actuamos. Ahora se sabe que es el hábito el que crea la constancia y perseverancia, y no es el resultado de un propósito y actitudes firmes. Decir que para cambiar de conducta solo hace falta una intención firme y fuerza de voluntad es un error a la luz de las nuevas investigaciones en el tema.
Los hábitos son importantes. Actuamos por hábito, sin intervención del pensamiento consciente, un 43% de las veces. Cualquier comportamiento puede convertirse en un hábito siempre que se ejecute de la misma manera cada vez. El hábito se define por cómo se ejecuta una acción, no por cuál sea dicha acción y, además, el rasgo clave de un hábito es que funciona sin que seamos conscientes de ello. El contexto es decisivo para comprender el hábito. Si tenemos un contexto estable -seguir viviendo en el mismo lugar, tener la misma ruta para desplazarnos al supermercado o sentándonos en el sofá cada tarde-, repetimos acciones previas automáticamente. Y dichos contextos son muy adecuados para cultivar y perpetuar los hábitos.
Los estudios con neuroimágenes muestran que cuando aprendemos por primera vez una tarea, nuestro cerebro muestra mayor actividad en las zonas implicadas en la toma de decisiones y control ejecutivo (región prefrontal e hipocampo). Pero con la repetición y automatización se incrementa la actividad de otras zonas del encéfalo (el putamen y ganglios basales), lo que indica que nuevas áreas del cerebro intervienen en la ejecución de tareas en forma reiterada (automatizada). Es decir, el hábito deja una huella cognitiva en la memoria a largo plazo. Nuestras mentes toman decisiones iniciales de forma consciente y también reaccionan repetidamente a través del hábito.
La motivación y la recompensa son elementos fundamentales a la hora de plantearnos comenzar a hacer algo con regularidad. Son lo que nos impulsa, en un principio, para adquirir diversos hábitos beneficiosos.
En la creación de un hábito interviene la motivación inicial, la memoria, el contexto, la persistencia y la recompensa. Una definición funcional de hábito sería: asociación mental entre una señal de contexto y una respuesta que se desarrolla al repetir una acción en ese contexto para conseguir una recompensa. El hábito también es definido como un automatismo en lugar de una motivación consciente. Es decir, un automatismo que surge del aprendizaje de una respuesta repetida. La falta de esfuerzo para hacer las cosas nos va a definir el hábito. El mecanismo del hábito, aunque parece ser liviano y endeble, posee una fuerza inmensa. Los hábitos, una vez los hemos adquirido, nos liberan del esfuerzo. Un hábito se produce cuando una señal de contexto queda asociada a una respuesta recompensada para convertirse en automática. Tus metas pueden orientarte a adquirir un hábito, pero tus deseos no harán que tu hábito funcione.
El acto de comer presenta todos los elementos básicos de la formación de un hábito: es frecuente, se ejecuta a menudo en un contexto similar y tendría como base una recompensa
Se ha visto que las personas con una capacidad elevada de autocontrol no llevan una vida llena de privaciones y sacrificios. Se las arreglan para desarrollar buenos hábitos. Estas personas aplican tácticas de esfuerzo y contención para prescindir de placeres inmediatos (demora de gratificación) a fin de obtener recompensas a largo plazo. Las personas con mayor autocontrol destacan en la realización de tareas más automáticas y repetitivas.
Las cuatro bases de formación de un hábito son:
1. Contexto
Para Kurt Lewin, psicólogo y filósofo, el contexto en que estamos (“ambiente”) influye decididamente sobre nuestra conducta. El contexto abarca lo que nos rodea. En el contexto hay fuerzas que impulsan o frenan (puntos de fricción) nuestros actos. Es importante eliminar los puntos de fricción, identificar fuerzas impulsoras que nos puedan ayudar a conseguir nuestros propósitos. Una prohibición como la de fumar tabaco en lugares cerrados trastoca el mecanismo automático, de estímulo respuesta, de un hábito. Quienes fumaban en la oficina o restaurante porque percibían ese entorno como una señal para fumar ahora tenían restricciones legales para refrenar su respuesta automática. Es claro que comemos más si nos rodeamos de comilones, las leyes antitabaco o los impuestos a las bebidas azucaradas son fuerzas restrictivas y aumentan la fricción cuando se desea fumar o comprar gaseosas. La modificación de la ubicación de alimentos en un supermercado, colocando a la entrada golosinas y ultraprocesados “lo que más se ve, más se vende”. Tendemos a subestimar la influencia de las circunstancias sobre nuestros actos y, en cambio, damos una importancia crucial a la toma “íntima” de decisiones. Podemos caer en una ilusión retrospectiva que consiste en la creencia de que tenemos el control absoluto de nuestros actos. En lugar de recriminarnos por no obtener, a base de fuerza de voluntad, comer saludablemente, reorganicemos nuestra cocina y creemos un menú. Pon el frutero en un lugar visible, no pongas golosinas en tu carro de compra. Pasa de largo por la heladería cuando regreses del trabajo, elude a esa amiga que te invita a comer pastelitos. Piensa que eres falible y perdónate por serlo, luego facilita tu vida modificando el contexto en que te mueves. Identifica la fricción y elimínala. Reconoce las fuerzas impulsoras que están a tu lado para conseguir tus propósitos.
2. Repetición
Ya tenemos listo el contexto. Hemos identificado las fuerzas restrictivas e impulsoras que nos rodean y las trampas de nuestra ilusión retrospectiva. Ahora hay que ser perseverantes. Está comprobado que las acciones repetidas reestructuran la manera en que se almacena la información en nuestros cerebros. Hay que ser constantes y persistir en la conducta que queremos incorporar una y otra vez. Si un día fallamos, no pasa nada, volvemos a retomar la conducta y, en cierto momento, dicho comportamiento se vuelve un automatismo y adquirimos ese nuevo hábito. El tiempo para adquirir un nuevo hábito no es de 21 días, según lo dijo Maxwell Maltz (Psicocibernética), pues un estudio reciente de formación de buenos hábitos alimentarios, asegura que, habría que repetir la conducta en torno a 65 días para llevarla a cabo sin pensar. El ejercicio, en cambio, exigía 91 días de ejecución repetida para convertirse en hábito. Según Aristóteles “Somos lo que hacemos una y otra vez. La excelencia por lo tanto, no es una acción sino un hábito”.
3. Recompensa
El contexto nos facilita el camino y la repetición es como un motor en marcha, pero si no obtenemos aunque sea una recompensa mínima por ese esfuerzo inicial, no conseguiremos consolidar ese hábito. Para que una recompensa determine la formación de un hábito, ha de ser una experiencia mayor en calidad y cantidad que una experiencia corriente. Se requiere planificación, creatividad, premeditación. La incertidumbre de la recompensa hace que prospere el hábito. Las recompensas más efectivas para la adquisición de un hábito son, a menudo, intrínsecas a una conducta, o bien forman parte de la acción misma. Por ejemplo, la sensación gratificante de ver como disfrutan tus hijos mientras juegas con ellos, o el grato sentimiento de generosidad que experimentas con una buena acción, al trabajar como voluntario. Hay que sentirnos gratificados de alguna manera para que se instaure el hábito. Sabemos que hemos adquirido un hábito si persistimos en nuestra conducta, incluso cuando valoramos menos la recompensa adquirida o esta ya no está disponible. Al parecer el efecto de las recompensas puede prolongarse en el tiempo. Las recompensas son eficientes en ese sentido: continúan operando sobre nuestros hábitos mucho después de que las obtengamos por última vez.
4. Coherencia del entorno
A los hábitos no les gusta la variedad. Es más, la variedad debilita el hábito porque se convierte en una enemiga de los contextos estables, que son una condición muy importante para formar un hábito. Hay que intentar llevar una vida coherente con lo que deseamos alcanzar. Es muy importante que mantengamos el contexto lo más estable que podamos para fomentar nuestro hábito. Si organizamos el entorno para que sea lo más constante, recurrente y fijo, las señales del contexto pueden ser un motor para que se desarrollen nuevos hábitos. Para el ejercicio, por ejemplo, el horario es un elemento fundamental del contexto. Para que se forme un hábito, al parecer, es imprescindible establecer condicionantes fijos que nos refuercen las prácticas que deseamos adquirir. Una estrategia similar para fijar nuevos comportamientos podría ser asociarlos con costumbres ya existentes, lo que consiste en sustituir una conducta por otra. Los condicionantes que activaban automáticamente una respuesta pueden re-dirigirse para activar una práctica parecida pero novedosa (tomar bebida de almendras o soya en lugar de leche).
Como dice Luis Aguilar Salmerón en su libro “Hábitos saludables”, los hábitos nos son unos comportamientos inmutables, los podemos cambiar y se pueden mejorar. Al establecerse el hábito, hay una parte racional que deja de estar en la toma de decisiones para dar paso a una conducta automática. Automatismos que podemos repetir, una, dos o tres veces al día, por lo que sus implicaciones son enormes.