Nos conocimos el siglo pasado, cuando yo asistía a los congresos internacionales de lectura, que organizaba Fundalectura de la mano de Silvia Castrillón, allí entre los cafés de pasillo nos fuimos acercando por nuestras coincidencias pedagógicas en torno a la lectura y la escritura. Él era un joven y entusiasta profesor de una prestigiosa universidad venezolana, y yo un escritor y tallerista independiente que hacía proyectos con jóvenes y maestros en mi ciudad, Santiago de Cali.
Como él andaba por su maestría y yo empezando a documentar mis procesos con la ilusión de publicarlos, nuestras charlas eran interminables y apasionadas y nuestra cita anual en la Feria Internacional del Libro de Bogotá una oportunidad maravillosa para compartirnos nuestros avances y retroalimentar nuestros trabajos.
Él desde la academia y yo desde afuera, no tuvimos nunca ninguna diferencia porque nos unía algo muy especial: buscar maneras para llevar la lectura y la escritura de manera alegre y divertida a nuestros estudiantes, y en ese diálogo entre personas y saberes él conoció mi cuento El Amigo, ese con el que gané en 1986 el concurso Internacional de Cuento Corto convocado por la Casa de la Cultura del municipio de Calarcá y la revista Kanora, con motivo del centenario de dicha población del Quindío.
Entre ellos hubo amor a primera vista porque él es amante del cuento corto y cuando yo le contaba la manera de utilizar este cuento en mis talleres y las actividades que hacía, las cuales aparecieron en mi libro Escribir NO Muerde, él lo adoptó para sus prácticas e incluso lo referenció en su trabajo de doctorado que hacía en una universidad europea, de la mano de un reconocido académico, al que le habló de mi trabajo con una generosidad que poco existe en esa institución llamada “academia”, donde los egos generan taras como el desconocimiento selectivo, cuando el “colega” no encaja en los moldes.
Nuestra amistad, que perduró en el tiempo, se mantuvo a punta de teléfono correos y Facebook. Luego llegó a su país la peste, es decir, el chavismo y con esa peste el trabajo de mi amigo se vio interrumpido súbitamente y sus años de entrega fueron pisoteados y al final a él, como a millones de sus compatriotas, les tocó salir de su patria para preservar sus vidas y las de sus seres queridos.
Nunca hemos tocado a fondo el tema político y la situación de su país, él no pone el tema y yo por respeto tampoco, pero yo sí tengo claro que esa peste que padecen países como Cuba, Nicaragua o Venezuela y de la que se salvaron Ecuador y Bolivia, es nefasta, por eso, no entiendo el afán de algunos individuos nacidos en mi país, por inocularla en nuestra patria para traer con ella la ruina y la desolación.
Me duele mucho no poder nombrar a mi amigo y dedicarle este texto, pero yo no sé si los tiranos puedan utilizarlo en su contra, por eso, quiero trascribir El Amigo, como un homenaje para él y todos los que han salido de sus países para preservar sus vidas por cuestiones políticas o de otra índole, como un símbolo de esa amistad que lo trasciendo todo, fronteras, política, ideología… e incluso la muerte.
Mientras la luz vuelve a brillar en tu país, aquí va El Amigo, que tanto aprecias, un abrazo en la distancia y el deseo de volvernos a encontrar algún día para compartir, al calor de un café, nuestro amor por las palabras y la dicha de esa amistad que todo lo trasciende.
El Amigo
Todas las mañanas cumpliendo con la rutina de mi trabajo, paso por una casa en cuyo balcón hay un viejo sentado en su silla de ruedas. Siempre, al pasar junto a la casa, el viejo y yo nos saludamos batiendo nuestras manos.
No sé cómo se llama, ni él sabe mi nombre. Tal vez el vernos todos los días, casi obligatoriamente, nos haya hecho amigos.
Hoy no nos vimos, y al pasar por su balcón, me he sentido muy triste al pensar en lo que pudo ocurrirle. Ya a su edad y con la mala salud que aparentaba, despertar a un nuevo día era una sorpresa.
Esta mañana me he sentido muy alegre, pues el viejo ha sido el primero en traer flores a mi tumba.