Otra vez, esperando el vehículo más pequeño y de sube y baja. Mucha gente en el primer piso, aguardaba impacientemente que las flechitas indicaran que bajaba ya.
Después de una larga espera, se abrieron sus puertas y desde el interior salieron despavoridos hombres, mujeres y niños. Sin despedirse, ni mirarse. Entramos. Ni saludamos, ni nos miramos. Y si nos miramos, fue en forma furtiva, simple, sin ningún gesto especial. Cada uno hundió un botoncito indicador del piso correspondiente.
Las miradas se perdían. Unos hacia arriba, otros mirando hacia abajo. Otros mirando el reloj, aunque ya sabían la hora. Nadie quería encontrarse con la mirada de otros. Ni tocarse. Es tan simpático. Se busca la forma de no tocar el saco, la blusa, la falda, el hombro, los brazos.
A medida que llegaba al piso señalado, quienes se bajaban, lo hacían sin despedirse, pues tampoco habían saludado.
Me bajé y seguí el consejo interior de todos, es decir, sin mirar, ni despedirme. Luego, después del aterrizaje en el piso de la oficina a la cual acudía, saludé a mis amigos y mientras atendían a otras personas, me puse a mirar hacia el ascensor y a ver cómo salían y entraban personas sin saludar o despedirse. La misma rutina.
Ocho o nueve personas como máximo, es el cupo de cada aparato. Y esas ocho o nueve personas, nada hacen para decir “hola”. Algo tan simple y sencillo.
Después de haber sido atendido, decidí aplicar esta nueva fórmula a partir de ese momento. Mi promesa, saludar y despedirme cada vez que me suba o me baje de ese aparato tan impersonal.
Cuando presioné el botoncito para solicitar el ascensor, llegaron otras personas a lo mismo. Saludé y me contestaron muy formales. Se abrieron las puertas y entré como a mi casa “buenos días”. Dos o tres contestaron tímidamente. En los demás, mi saludo no despertó ni curiosidad.
Sin embargo, me sostengo en mi promesa. Detesto los ascensores por impersonales. Pero seguiré saludando y despidiéndome cada vez que entre o salga de ese común aparato. Haga lo mismo, y mejoremos las relaciones, así sea en el ascensor. Y más, cuando usted va al último piso y entran y salen personas sin decir absolutamente nada.
Claro que ahora es peor, pues se escuchan las conversaciones vía celular. Los gritos que van y vienen, porque no entienden lo que dicen unos y otros tanto allá como en el ascensor.
La vida ha cambiado mucho, demasiado. Y los ascensores siguen siendo esos aparatos en los cuales usted se sube, para pensar lo que en alguna parte leyó: “Los últimos serán los primeros”. Usted termina esa frase y es real: en un ascensor.
Un ascensor (si sube), ¿cómo se le dice si baja? Un saludo, una despedida. Es tan fácil, pero a la vez, tan difícil….
Manuel Gómez Sabogal