Por Alberto Ray – AlbertoRay.com
Una de las razones por las que me apasiona el estudio de los riesgos es porque existe en ellos un componente de subjetividad asociado que no puede separarse del análisis; no se trata de una fórmula que obedece a leyes deterministas, inclusive, va más allá de lo probabilístico; me refiero al sesgo “irracional” del analista como parte indivisible del análisis.
En el pasado he escrito sobre la capacidad que tenemos los humanos para percibir y procesar riesgos y cómo, en simultáneo, operan “dos cerebros” al momento de tomar decisiones que dependen del análisis individual o colectivo que hacemos en relación con amenazas del entorno. Uno de nuestros centros de análisis de riesgos está en la base del cerebro, se conoce como la amígdala y es responsable por el condicionamiento del miedo e instinto de supervivencia. Es desde la amígdala de donde sale el reflejo de huir de aquello que nos parezca riesgoso. Existe, sin embargo; otro centro para responder ante los riesgos, está ubicado en la corteza orbitofrontal de la masa encefálica y además de otras funciones, es determinante en el proceso de análisis para la toma de decisiones. Este es el sitio desde donde decidimos “retar” a las amenazas, controlando así el impulso irracional de la amígdala. Entre ambos se mantiene un continuo “diálogo” en conflicto que va de lo emocional a lo racional.
Parte de toda esta neuromecánica del cerebro podría simplificarse, sólo para efectos del análisis de riesgos, en cinco principios:
- Exageramos riesgos raros y atenuamos riesgos comunes.
- Nos resulta difícil estimar riesgos fuera de nuestro escenario habitual.
- Percibimos los riesgos personificados como mayores a aquellos que son anónimos.
- Subestimamos los riesgos que voluntariamente asumimos y los sobrestimamos en situaciones que no podemos controlar.
- Sobrestimamos riesgos de los que se habla continuamente o están en debate público.
Existen múltiples ejemplos que corroboran estas premisas, tanto en lo individual como en lo colectivo, y quisiera relatarles un caso que me resulta particularmente ilustrativo para demostrar algunos de los puntos mencionados, se trata de la respuesta colectiva frente a riesgos raros y cómo sobreestimamos aquellos riesgos de debate público.
El 11 de septiembre de 2001 marcó un hito imborrable en todos los que vimos cómo dos jets se estrellaron como misiles en las Torres Gemelas en New York. En ese mismo ataque otros dos aviones fueron secuestrados, todos con consecuencias fatales. En total, alrededor de 3000 personas fallecieron ese día víctimas de la acción terrorista. El 12 de septiembre; sin embargo, comenzó el retorno a cierta normalidad, menos el tráfico aéreo. La magnitud de lo ocurrido y el despliegue mundial de la noticia provocó que la gente abandonara los aeropuertos, no sólo en los Estados Unidos, sino en casi todas partes del mundo. En los meses siguientes las pérdidas de las líneas aéreas fueron tan cuantiosas que los gobiernos de varios países debieron cubrir las nóminas y deudas derivadas de la drástica caída en la venta de boletos. En paralelo, otro fenómeno emergió; los viajeros tomaron las vías terrestres y se desató un frenético incremento de vehículos en las carreteras.
Recuerdo haber leído un reporte del Instituto Max Planck publicado en 2006 en el cual, se demostraba que el cambio en el modo de transporte de aviones a vehículos terrestres había implicado que el año siguiente al 11 de septiembre, el número de víctimas fatales en accidentes de tránsito en los Estados Unidos se elevara en 1595 muertes por encima del promedio anual, tendencia que se revirtió luego, a finales de 2002.
A pesar de que la probabilidad de que un ataque terrorista como el del 11 de septiembre se repitiera era bajísima, la gente había optado por manejar sus vehículos, un medio de transporte mucho más inseguro, pero que desde las percepciones colectivas resultaba menos riesgoso. El hecho es que para que en hubiesen muerto 1595 personas en accidentes aéreos tendrían que haberse estrellado 10 jets llenos de pasajeros en un año, algo que nunca ha ocurrido en la historia de la aviación civil.
El hecho es que por mucho que tengamos data y experiencia acumulada en torno a los riesgos, frente a eventos inesperados nuestros sistemas de valoración de riesgos se distorsionan, lo que facilita la propagación colectiva del miedo, haciéndonos más vulnerables y la reciente pandemia del COVID19 es una muestra más de ello. Al final, lo que resulta trágico es que esas 1595 muertes deben atribuírseles primero al miedo antes que al tránsito.