Como la ballena blanca de Moby Dick, el monolito negro de 2001: Odisea del espacio no se deja definir. Su ambigüedad magnética continúa creciendo con el paso de las décadas. Tanto la novela de Herman Melville como la película de Stanley Kubrick son relatos monstruosos que mezclan materiales narrativos distintos, viajes universales hacia un destino polisémico. Al final de ambos estamos nosotros, los niños de las estrellas obligados a aprender de nuevo a leer.
“Un artista del mundo material fue autor de la imagen espiritual más inspirada de toda la historia del cine, el Niño de las Estrellas que contempla con ecuanimidad las vacías galaxias atemporales de la existencia después de la existencia, esperando pacientemente a volver a nacer”, así fue como Michael Herr describió en su libro Kubrick los segundos finales de la película de 1968 que ahora cumple cincuenta años.
Y añade que alguien le preguntó al cineasta cómo se le ocurrió el final de 2001 y él contestó que no lo sabía: “¿Cómo se le ocurren a la gente las cosas?”. A la gente las cosas se le ocurren en fases, como procesos. Con el otro guionista de la película, el novelista Arthur C. Clarke, llegaron al monolito como paralelepípedo rectangular negro después de una metamorfosis que pasó por el tetraedro y el cubo transparente.
Y a HAL 9000 después de considerar la posibilidad de que aparecieran extraterrestres y de decidir cambiarlos por máquinas. Antes de llamarse así y tener una inquietante voz de hombre (la del actor canadiense Douglas Rain), la computadora más famosa de la historia del cine se llamó Athena y tuvo voz de mujer. Si hubiera existido, habría sido la abuela de Siri.
El ajedrez electrónico también prefigura claramente los de nuestro futuro. Y los ordenadores planos se parecen muchísimo a las tabletas. Y, como recuerda Damon Krukowski en The New Analog. Cómo escuchar y reconectarnos en el mundo digital, el icónico reloj digital del filme fue creado por la Hamilton Watch Company como objeto de atrezo para la película: “Los diseñadores de Hamilton inventaron un reloj que tenía cuenta hacia delante así como cuenta atrás, como si el tiempo en el futuro fuera a estar marcado siempre por los lanzamientos de cohetes”. Tres años después la empresa comercializó el primer reloj de pulsera digital, llamado Pulsar (que incluso apareció en una secuencia de Vive y deja morir de James Bond).
Más allá de esos detalles elocuentes pero anecdóticos, ¿qué realidades esenciales del siglo XXI están ya en esa obra maestra que es 2001? Sobre todo la del códigocentrismo en que vivimos instalados, nuestra nueva ontología. Para Éric Sadin, en La humanidad aumentada. La administración digital del mundo, la conciencia de silicio de HAL 9000 se ha extendido hasta convertirse en la atmósfera pixelada que respiramos.
Y es cierto que los algoritmos se han convertido en gobiernos paralelos; que los ciudadanos somos puntos geolocalizados y nodos de datos, y que la mirada forense del ojo que todo lo ve desde un satélite o desde el corazón de los servidores de Google o de Facebook nos está narrando. Los planos filmados desde el interior de HAL comenzaron a ayudarnos a entender que la humanidad estaba creando una nueva dimensión de lo real. Con el tiempo las máquinas no solo tendrán una mirada, sino que también sentirán miedo.
Si el prólogo de la película muestra la evolución humana en la prehistoria como un pase del testigo eminentemente violento, cuando los humanos comenzamos a exterminar a los animales con los que competíamos, la parte central —la que casi monopoliza los 40 minutos de diálogo de los 141 de metraje— muestra el siguiente paso: cuando las máquinas tomen el control. En el siglo XVI comenzamos a pasar del teocentrismo al antropocentrismo, en el XXI se va imponiendo la centralidad del código, del algoritmo, del robot atomizado y en red.
Es extraño que el protagonista sobreviva al plan de HAL y, contra todo pronóstico, consiga entrar de nuevo en la nave, ponerse el casco y apagar a la máquina asesina. En la elipsis entre que cierra la compuerta de la nave y que se pone el casco podría imaginarse que el astronauta va a morir y alucina todo lo que vemos a continuación.
Kubrick le dijo una vez a Herr que “si no hubiese sido director de cine quizá habría sido director de orquesta”. En la tercera parte de 2001 esa vocación alternativa se realiza plenamente. Con esa despedida de músicas y silencios. Con esa sinfonía de poesía visual. Con esos minutos finales con estética de instalación de arte contemporáneo que prefiguran tanto Interstellar como la tercera temporada de Twin Peaks.
Pero no es necesaria la interpretación forzada de esa elipsis para constatar que sin HAL el viaje del protagonista se vuelve demencial. Sin las máquinas, estamos perdidos.
La representación del códigocentrismo que inaugura la obra maestra de Kubrick, con esos planos subjetivos de HAL 9000, ha experimentado una doble vuelta de tuerca en sendas series de los últimos años. En Person of Interest, las escenas se conectan a través de planos de cámaras de seguridad y de audios de conversaciones de teléfonos móviles, como si quien narra la serie fuera The Machine, la inteligencia artificial que permite evitar crímenes que todavía no han sido cometidos. No es casual que su imagen emblemática sea la del ojo de una cámara de seguridad con una lucecita roja.
Aunque nos cuesta empatizar con los extraños y pétreos astronautas de Kubrick, no hay duda de que queremos que ganen la guerra contra HAL. En Westworld, en cambio, los protagonistas son las máquinas: simpatizamos emocionalmente con ellas.
Me pregunto si los algoritmos que empiezan a determinar las decisiones de Netflix o de HBO no habrán manipulado sutilmente a Jonathan Nolan, Lisa Joy y los productores para iniciar con esa serie una lenta pedagogía. La que nos enseñará que hemos sido desplazados. La que nos indicará —con la educada voz de HAL 9000— el nuevo lugar que nos corresponde.
Vía New York Times