Autor desconocido
Cuentan que un hombre tenía un perro acostado en el piso de madera de su casa. Con la particularidad de que cada vez que el perro se movía, se quejaba.
Un amigo del hombre que había ido de visita se extrañó al ver al perro tumbado, molesto y aullando cada vez que hacia determinado movimiento. Así que decidió preguntar…
– «¿Qué le pasa a tu perro que se queja de esa manera? parece enfermo».
– «No te preocupes, le dice al amigo, este perro es muy perezoso».
Los dos amigos se sientan a relatar sus viejas historias, mientras que el animal continúa quejándose, ante lo cual el visitante inquiere de nuevo a su amigo y le dice, “me parece mal por tu perro, ¿por qué no lo llevas al veterinario?”, el hombre le contesta nuevamente,
– “no te preocupes, es que este perro es perezoso”.
El visitante inquieto por la misma respuesta, le pregunta:
– “oye ¿por qué dices todo el rato que este perro es perezoso?, yo lo que veo es que está enfermo y que está sufriendo”.
Entonces el amigo le dice:
– Mira, lo que pasa es que está acostado sobre un clavo, y cada vez que se mueve le duele.
– Bueno ¿y por qué no se quita?
– Creo que porque «le molesta lo suficiente como para quejarse pero no lo necesario como para cambiar de lugar».
¿Cuantas situaciones de este tipo se nos presentan a diario en nuestra vida y nos quedamos en la queja sin movernos para que termine la molestia?¿Será que a veces nos acostumbramos al clavo y nos queda mas cómodo quejarnos que intentar el cambio?
¿Tendremos miedo a no saber qué hacer cuando no tengamos de qué quejarnos?¿Cuánto más me tiene que doler para que haga algo?