Por Manuel Gómez Sabogal
Ramiro llegó a casa, limpió la mesa del comedor que estaba un poco sucia. Sirvió un café con galletas y se sentó. Mientras tomaba café y comía galletas, pensaba en Olga. Algo no funcionaba.
Olga era deportista. Madrugadora, trabajadora, juiciosa. Caminante de mil caminos. Era un sueño hecho mujer para Ramiro. Él no resistía los pasos de Olga. Lo sabía.
Prefirió no seguir pensando en ella, pues no era lo que ella quisiera en su vida.
Esa noche, Ramiro leyó un poco el libro de Efraím Medina “Los infieles” y el sueño lo venció. Se acostó, apagó la luz y quiso descansar.
“Olga tenía buen cuerpo. No era alta, pero su cuerpo era como le gustaba a Ramiro. Le miró su pecho y quiso desnudarla. Ella se dio cuenta que Ramiro quería algo. Ella también lo deseaba, pero esperaba que él se decidiera. Ella era muy especial.
Olga, Olga, me tienes mal, quisiera muchas cosas contigo, pero no sé. Quisiera recorrer tu cuerpo con mis besos en este momento. Desnuda eres magnífica, espectacular. Te veo tirada en la cama y me da por recorrerte toda. Bellas piernas, maravillosos senos. Lamo tus pies lentamente, me detengo en tus dedos y voy con mi lengua por el interior y los bordes.
Beso cada recodo de tu cuerpo. Beso tus piernas. Mis labios se aproximan a tu sexo. Mi lengua siente ese calor, ese olor y esa humedad que me incitan a seguir adelante. Lamo, chupo tu profunda y agradable cueva y siento tus gemidos de placer. Me detengo un buen rato, te humedeces cada vez más. Gimes, te aferras a la cama, pero no puedes ni respirar. Te sientes anonadada con lo que te hago.
Subo por tu cuerpo y tus uñas se clavan en mi espalda. Toco tu boca con mis labios. Nos besamos y ya quiero que sientas hasta dónde llega mi puñal.
Sudamos, sentimos y te vuelves una gata en celo. Respiras, te agitas, te siento cada vez más. Te volteas y quedas de espalda. Acaricio tu bello cuerpo y de pronto arremeto como quieres que lo haga. Nos unimos en un sudor inexplicable.
Te dejo en la cama, voy al baño y me despido hasta mañana que te vuelva a ver.
Al día siguiente, Ramiro llega a casa de Olga. No sabe qué decirle, pero esa tarde de ayer fue increíble. Timbró. Olga abrió. Su sonrisa era muy linda. Estaba feliz y creía que estaba en el cielo al ver nuevamente a Ramiro.
Ramiro se acercó lentamente y la tuvo al frente. La observó con calma y la miró bien. Con su mano derecha, desabotonó la blusa y corrió el brasier. Ramiro temblaba de deseo. Bellos gemelos, bien puestos. Sus hermosos senos aparecieron. Bellos como dos peras. Hermosos como los había visto ayer. Su pecho quedó a merced de Ramiro.
Sin más preámbulo, acercó su boca y empezó a succionar lentamente su pezón y pasó su lengua por la aréola. De pronto, como si se hubiera asustado por algo, se detuvo. Miró esos bellos senos nuevamente.
Puso el brasier en su sitio, abotonó la blusa, mientras Olga se sorprendía por esa reacción, pues ella esperaba algo más. Que continuara, que no se detuviera, pues ya había empezado a sentir que se humedecía. Pero no fue así.
Ramiro, nervioso, no sabía qué decirle. Se excusó, pidió perdón y aunque tenía una erección, prefirió despedirse de ella y salir apresuradamente de la casa.
En el camino, pensaba en lo que había hecho y en lo que no había hecho. Sentía deseos de regresar, tocar la puerta, entrar y besar a Olga en los labios. No apresurarse, ni quedarse quieto.
Ramiro sentía que algo había fallado y qué él había cometido un error grande. Olga se había quedado de una pieza. Nunca entendió por qué Ramiro empezó algo y luego salió. Si el día anterior había sido diferente.
Ramiro continuó su camino a casa. Estaba desubicado. No sabía qué hacer, ni qué decirle a Olga cuando la volviera a ver”.
Ramiro se despertó asustado, sudando, creyendo que ese era un sueño y que no podía ser verdad. Pero lo deseaba. Quisiera que fuera real.
Si eso sucedió en el sueño, no podía contarle a Olga si la veía. No quería perderla.