Por Andrés Macías Samboni
Las palabras son mágicas y tienen poder, tomar conciencia de estas dos facultades significa adentrarnos en la importancia de lo que pensamos y más aún, de lo que expresamos. Sin embargo, en reiteradas ocasiones, nuestro cerebro hace el ejercicio a la inversa. Es decir, primero hablamos y luego pensamos en lo dicho. Es ahí cuando la conciencia habla por sí misma y nos involucra en un monólogo del que poco salimos librados, bien porque ofendimos o porque «agachamos la cabeza» sin defendernos con argumentos. Esto va en contraposición al precepto filosófico de Descartes, cuyo propósito consistía en pensar y luego existir. A la luz de Gabriel García Márquez, veamos una aproximación de cómo influyó la palabra no solo en su legado literario, sino también en su vida como sujeto histórico.
Aunque en las últimas décadas, la palabra ha perdido fuerza y credibilidad, no siendo esto un secreto, pero sí una preocupación para quienes confiamos en la humanidad y en los compromisos pactados bajo fianza de la palabra y la lealtad. Y aunque parezca ingenuo mi pensamiento, en todo caso, rindo tributo a las generaciones mayores con quienes crecí, al igual que muchos de ustedes, los cuales nos educaron dándole valor a la responsabilidad de «dar la palabra».
No en vano, Gabriel García Márquez, nuestro premio Nobel de Literatura (1982), con su obra literaria, nos muestra la influencia positiva que tuvo los relatos contados por sus abuelos maternos, sus vivencias en un contexto difícil y su encuentro con la palabra escrita; todo esto compaginado con su talento y excedente de visión como escritor y poeta. Así entonces, desapercibir las historias contadas por Tranquilina Iguarán Cotes, abuela de García Márquez, en su infancia sería como quitarle la tinta a su pluma en la escritura. Pues, en sus memorias: vivir para contarla (2002), sostiene que su abuela fue una presencia que lo inundó de temores y supersticiones, que serían luego materia prima en su obra. Doña Tranquilina tenía por costumbre hablar con muertos, percibir presencias e interpretar sueños que determinaban cómo se iban a desarrollar las rutinas del hogar. Este rasgo lo heredaron muchos personajes femeninos en la obra del escritor.
Por otro lado, se encontraba Nicolás Márquez, su abuelo militar retirado y la primera figura masculina fuerte que García Márquez recibió en su vida. Le contaba historias de batalla, incluidos sucesos heroicos de la Guerra de los Mil Días y los sombríos hechos tras la masacre de las bananeras. El joven Gabito (cómo lo llamaban los más allegados) los recibía con asombro y admiración. Muchas de las vivencias al lado del coronel inspiraron pasajes en sus escritos, como el del primer contacto con el hielo que abre Cien años de soledad (1967), incluso él mismo inspiró una novela: El coronel no tiene quien le escriba (1961).
Entre sus vivencias en un contexto difícil podemos resaltar el abandono y la separación de su hogar que tuvo que asumir a temprana edad, puesto que sus padres (Gabriel Eligio y Luisa Santiaga), probaban suerte en Barranquilla. Esta situación llevó a Gabo a forjarse una identidad. Asimismo, estuvo inmerso en la escasez, la pobreza y los conflictos sociales, nudos que sostienen el pretexto narrativo de sus tramas novelescas realistas.
Por otro lado, García Márquez fue próximo al Grupo de Barranquilla, una tertulia literaria que operó entre 1940 y finales de la década del 50. Allí pudo leer a los grandes narradores realistas anglosajones: Ernest Hemingway, Virginia Woolf, James Joyce y sobre todo William Faulkner, quien representó una enorme influencia en su propio trabajo. También fue admirador de las tragedias de la antigua Grecia, como las de Sófocles, y en más de una ocasión confesó la importancia que tuvo para él el movimiento poético iconoclasta colombiano llamado “piedra y cielo”, de 1939.
Con lo expuesto, queda claro que la magia de la palabra tiene poder, gracias a la palabra hacemos tangible el pensamiento, expresamos los sentimientos, defendemos las posturas y hacemos legítimas las ideas que nos circundan la mente en mundos diversos y confusos. Gabo nos lo enseñó y que quede claro: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». Todo, gracias al poder de la palabra.