Era un campesino importante para quienes lo conocimos. Su vida estuvo marcada por hechos trascendentales y plenos. Hizo parte de la historia, de nuestra historia de siete hermanos con cualidades y defectos.
Siempre fue el primero en organizar todo lo concerniente a la Semana Santa en la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús. También participaba en la organización de la procesión de la Soledad en la Catedral el Sábado Santo. Estuvo en el grupo de la Acción Católica. Fundó, con algunos de sus amigos, “el pan de la bondad”, entidad que nunca tuvo sede, junta directiva o reglamentos. Era una labor callada la que realizaba con ellos. Dar alimento a niños con hambre y que pudiesen estudiar, aunque fuese por un tiempo. Fue su labor, su lucha, su vida. Además, llevar a casa lo necesario para los suyos fue siempre su meta. Cumplir por cumplir nunca fue su objetivo.
Nunca fumó y poco bebió. Hasta los 75 años frecuentaba una sala de billares y allí gastaba su tiempo, conversando con sus amigos, rememorando épocas lejanas y jugando hasta llegar a cincuenta carambolas. Regresaba a su casa y se recostaba a descansar.
El padre Francisco Betancur fue siempre la persona que jamás lo olvidó. Cuando me encontraba con él, fluía el nombre del viejo. Preguntaba por él y quería visitarlo, aunque fuese por última vez. En septiembre de 1997, lo invité a casa a visitar al viejo. Nos encontramos a las tres en una soleada tarde de verano en ese mes de la Amistad. Estaba muy contento y en el camino me preguntaba todo acerca del viejo. Atiné a decirle que, si no lo reconocía, estuviera tranquilo que esa era su situación.
– Hola, Ramón, ¿me recuerda? Soy Francisco Betancur, le dijo. El viejo, lo miró como quien detalla un objeto extraño y le dijo, – Mucho gusto en conocerlo, señor.
– Ramón, soy el padre Betancur.
– ¡Ah, sí cómo no!
– En la iglesia del Sagrado Corazón, ¿recuerda?
– Sí, cómo no, perdón, ¿usted qué hace?
Ahí miré al padre Betancur, quien ya se tomaba un chocolate. Entendió mi mensaje, cambió de tema, miró al viejo y empezó a contarle historias de sucesos pasados. Luego de un buen rato, se despidió, lo acompañé y mientras nos dirigíamos a su parroquia, lo miré de reojo y noté que había alegría en su corazón. Estaba contento, satisfecho.
Cuando el viejo dejó de laborar, luchar y hacer tantas cosas, fue porque ya no pudo más. Ya su memoria empezó a irse. No lo quiso acompañar otros años, sin importar que esos otros años estuviese contando cuentos sin final, inventando historias trocadas o jugando con sus fantasmas y dialogando con su sombra. Durante estos últimos años empezó a soñar en vida y a vivir soñando.
Gracias, querido viejo por tantas cosas buenas, enseñanzas y paciencia. El amor al trabajo, fue lo primero que sembró en nosotros. La fe en Dios y el amor a los demás también fueron parte de su vida. Marcaron nuestros pasos, señalaron una ruta.
¡Gracias, Querido Viejo! Gracias por mis seis hermanos y también por sus nietos.
Es un homenaje corto y sincero a un padre que quiso lo mejor para sus hijos y que logró cumplir sus deseos. Aunque hoy quisiera regresar el tiempo, me quedan los buenos recuerdos de un padre cuyo mayor anhelo era ver a sus hijos crecidos, trabajadores y honestos. ¡Lo logro!
Se le acabaron los años. Se fue en silencio en una hermosa y cálida tarde de verano. Se fue con sus fantasmas. Dejó de soñar con sus pocos recuerdos. Se marchó sin decir hasta luego.
¡Gracias, Ramón Gómez García! En la tarde del sábado 17 de julio de 1999, Dios se lo llevó para siempre, pero permanecerá con nosotros la memoria viva de nuestro querido viejo, hoy, mañana y siempre.