Desde el séptimo piso, por Faber Bedoya C
Cuando estábamos niños, y nos acordamos, nuestra gran preocupación era vivir, y vivíamos muy bien. Teníamos techo, ropa, comida, y sobre todo familia, papá, mamá, abuelos paternos, maternos, hermanos, tíos, primos hermanos, primos segundos, hermanos de crianza, arrimaos, peones que no tenían familia y trabajaban por la comida, la dormida y algo que usted me quiera dar. Siempre había para dar al necesitado y albergar, al que no tenía techo. Ya en la escuela conocimos niños huérfanos, por efectos de la violencia, en las reuniones de padres aparecieron las viudas. Los días de la madre eran tétricos y muy tristes para muchos, acompañados de unas canciones que hacían llorar al más indiferente, además de un clavel rojo, y uno blanco, según se tuviera la madre viva o muerta. Eso sí era discriminación infantil. Pero la preocupación de los mayores era que nosotros fuéramos alguien en la vida, y para eso estaba el estudio. Por la familia paterna, mi abuelo y abuela habían cursado la primaria, y tuve tíos bachilleres, licenciados y un médico. Por lo tanto, el estudio era materia obligada en mi familia, y si no, a trabajar en la finca.
Pero la educación iba en contravía. Nos atiborraban de conocimientos, datos, información que la teníamos que aprender de memoria y después entregarla en exámenes, algunos orales. Con razón Paulo Freire la llamó “Educación Bancaria”. Generaba temor. El maestro era el único poseedor del saber. También en bachillerato nos tocó este sistema educativo. En la Universidad menos. Y la vida nos exigía otras estrategias, otros procedimientos de aprendizaje y sobre todo de análisis, comprensión, aplicación, elaboración de juicios, toma de decisiones, ser personas, antes que saber de memoria datos. Esa educación nos disciplinó, y la experiencia nos formó.
En el ejercicio profesional la vida fue muy diferente. Había un abismo grande entre lo aprendido en las aulas escolares y la realidad. Aun así, logramos alcanzar una zona de confort que nos llenó de satisfacción, porque había equilibrio entre lo que sabíamos hacer y lo que nos gustaba hacer. Y permanecimos en el empleo, en la profesión, fuimos excelentes en nuestro desempeño. Alcanzamos éxitos, bienes muebles e inmuebles, prosperidad, hijos profesionales, libertad financiera. Nos realizamos. Algunos incursionamos en el mundo de los negocios diferentes a nuestra ocupación tradicional, con éxito, con fracaso, aprendimos a quebrarnos. Conocimos la bancarrota, los altos intereses, la dulzura para prestar, la amargura para cobrar, de las entidades crediticias. Convivimos con los créditos extra bancarios, vivimos en carne propia el UPAC, con los usureros de la época, que se quedaban con las propiedades de los deudores, al mínimo atraso en los pagos del capital o los intereses. Vimos nacer el crédito en los almacenes, cuando antes era el “fiao”, en la tienda de la esquina. Llegó un momento en nuestras vidas, como hoy, que todo se podía comprar a crédito, hasta viajar, “viaje ahora y pague después”. Y eso se convirtió en un estilo de vida, que alcanzaba hasta para ahorrar. Y después la aparición solemne de las tarjetas de crédito, eso daba mucho caché. Y tuvimos tarjeta de crédito Diners Club, era parte de nuestra existencia. Y nos acostumbramos a vivir cómodamente, haciendo lo mismo, esperando los resultados que siempre habíamos tenido, y cambiando muy poco. De generación en generación. Claro, nos llevaban ventaja los que heredaban extensas propiedades o prósperos negocios. Los demás ganamos el sustento con el sudor de la frente.
Pero oh sorpresa, los hijos ya profesionales y milenials para más señas, empezaron a enseñarnos otra manera de ver la vida, o como nos decían a “sacar la mejor versión de si mismo” y nosotros sesentones. Incluir en nuestro repertorio de vida, la necesidad de cambiar procedimientos, porque si seguimos haciendo lo mismo, no podemos esperar resultados diferentes. Eso ya lo había dicho Albert Einstein (1879 – 1955), porque venimos muy acostumbrados a los finales, a los productos, no al desarrollo de la historia. Y eso que nuestra cultura es oral, nos encanta contar, narrar, somos especialistas en cuentos y cuentistas, para muestra un botón que vive en el resistido séptimo piso. La meta está fijada, cómo se alcanza es el quid de la cuestión.
Es entonces necesario, refinar procedimientos, afinar sistemas, reestructurar procesos, mejorar métodos. Reaprender. Redefinir paradigmas. Reestructurar proyectos de vida. Y nosotros ya setentones. Realmente, hay dos opciones, o nos metemos en la onda del cambio, o nos apartamos y seguimos como estamos. Hay compañeros que sostienen, que estamos muy bien, déjenos tranquilos, ya que afán, para dos motiladas que nos faltan, no nos alcanza el tiempo. Otros que son “anfibios”, como se dice hoy, toman unas cosas modernas y siguen con otras antiguas. Con unos apegos impresionantes, la casa es atiborradas de antigüedades, incluidas ellos mismas, pero asisten a cuanta actividad cultural, artística, exposiciones, actividades culturales modernas y contemporáneas, pero siguen chapadas a la antigua. Hay un abismo inmenso entre lo que oyen, leen, y lo que piensan y hacen.
La libertad es un poder que Dios nos dio para utilizarlo siempre, no importa la época, ni la edad, y el cambio, la adaptación a nuevas situaciones y circunstancias es la más alta expresión de inteligencia.