Desde el séptimo piso, por don Faber Bedoya
La manifestación de la espiritualidad humana que más ha influido en nuestra formación y promoción personal, es la música. Somos seres musicales. Crecimos al son de bambucos, pasillos, guabinas, torbellinos, danzas, joropos, y tuvimos la ventaja que conocimos muchas canciones, cuando eran poemas y después le pusieron música. Conocimos en vivo y en directo a los cantantes, los duetos, a Espinosa y Bedoya, muchas veces estuvimos en presentaciones de Garzón y Collazos, el dueto de Antaño, Obdulio y Julián, Silva y Villalba, Ríos y Macías. Somos familiares directos de Joaquín y Agustín Bedoya, músicos parranderos. Fuimos vecinos de Evelio Moncada, de Bernardo Gutiérrez H. de don Anacleto Gallego, familiares de don Gonzalo Hincapié y doña Rina, de Rafael Cárdenas, una tía cantó en la academia Santa Cecilia. Todos mis tíos tocaban instrumentos musicales, mi hermana tocó violín y por lados, le hice al acordeón, llegando a amenizar veladas en cafés de la ciudad, pregúntele a Diego que es verdad. En esos tiempos de juventud, teníamos muchos centros metropolitanos para las presentaciones artísticas, el teatro Yanuba, el circo teatro el Bosque, la biblioteca de la Sociedad de Mejoras Publicas, el teatro de las Bethlemitas, o las Capuchinas, del San Jose y el coliseo del San Luis Rey. Pero el centro musical por excelencia era Adecol, sitio de reunión de los músicos del viejo Caldas y sede de duetos, tríos y hasta estudiantinas se reunieron allí, interpretando música colombiana. Este sitio marcó una etapa en la vida de muchos armenios.
También la música culta o clásica tuvo lugar preponderante en nuestras vidas. De la mano del tío Libardo, conocimos a grandes músicos de la humanidad. En la casa, teníamos radiola, en la cual escuchábamos a Beethoven, Mozart, Liszt, y los que más nos gustaban era los valses de Strauss. El tío nos regaló el álbum de la “Música más hermosa del mundo”, de Sonolux, el cual traía la biografía de los compositores y sus obras, lo cual permitió que conociéramos mucho de esta inmortal música. Ya en la universidad, y de la mano el notable tenor lirico, Jorge López Palacio, profundizamos en la afición por la música sinfónica.
Pero oh sorpresa un día, llegó el rock a nuestras vidas, y todos sus amigos, el twist, ”la gallinita Josefina”, la nueva ola, “la Bomba”, Cesar Costa, Enrique Guzmán, Oscar Golden, Alfonso Lizarazo. Que alegría recordar toda esa música, que se convirtió en un estilo de vida, incluida vestimenta, el peinado, todo lo influyó. Y nosotros fuimos modernos, estábamos en la onda. Usamos pantalón bota campana y nos peinamos estilo Elvis Presley. No, hay mucho que decir, pero abro el telón para presentar a los máximos exponentes del cambio rotundo en todo, los avatares del modernismo, su majestad, los Beatles. Aparecieron en 1960 y desaparecieron en 1970 y siguen vigentes hoy en día, los músicos nunca mueren, nos llevan esa ventaja. Miren a Carlos Gardel, está cantando mejor hoy, después de más de 80 años de muerto. Y a la colombiana, apareció el vallenato y llegó para quedarse, tanto que en 2015 fue declarado por la Unesco como patrimonio inmaterial de la humanidad, y la música representativa de Colombia, desplazando a nuestros amados bambucos.
Todo era ordenado, se continuaba con el modelo de las canciones con armonía y palabras, hasta cuando por algún resquicio de la vida, se nos metió un conjunto de sonidos, inarmónicos, estridentes, con mucho ruido y mínima letra. Era el reguetón y una cantidad de estilos familiares, amigos, primos, todos iguales de bullosos. Y este también llegó para quedarse, y rompió todos los moldes, y los oídos, grandes cantantes, conciertos fabulosos, estadios llenos. Esto nos quedó grande a los viejitos de antaño, si eso es modernismo, mejor seguimos con lo antiguo, o nos quedamos con la música del despecho, al estilo de “nadie es eterno en el mundo”, o “el aventurero” de nuestro amigo Yeison. Ahí si tuvimos que poner en pausa la vida, frente a tantos avances tecnológicos empleados en los conciertos por los cantantes o los conjuntos musicales, deslumbrantes, descomunales, inalámbricos, personales, colectivos, multitudinarios. Nos quedamos calladitos, somos ignorantes, enchapados a la antigua, trancados y cerrados por dentro y botaron la llave. Cuando se conversa de estos temas, hasta Oscar Dávila, enmudece.
Entonces, ahora que aplicamos el botón de pausa a la vida, para preguntarnos qué tan modernos y contemporáneos somos, la verdad, como decía una extraordinaria amiga, mientras yo pueda bailar los ritmos modernos no me siento vieja. Será que aceptamos esa realidad para seguir siendo jóvenes y bellos, o mejor nos retiramos a los cuarteles de inviernos y nos recluimos con Mozart y compañeros, con un vaso de vino, y una buena lectura, pero de vez en cuando nos asomamos a la vida y cantamos “felices los cuatro”, porque “las mujeres ya no lloran, facturan”, o mañana será bonito, o como en este momento que estoy oyendo una canción que dice “quien me vende una cantina”, y es el disco más escuchado en el 2023. Y la estoy escuchando en YouTube, desde el celular, lo puedo adelantar, retroceder. Igualito a cuando le decíamos al cantinero, repítalo y no le cambie sino aguja. La historia tiene la ventaja de que no termina de escribirse. Y nosotros que somos expertos en tantos gritos de independencia, o batallas de Boyacá, nos asiste la autoridad para mirar hacia adelante, sin desconocer el legado de nuestros antepasados, para renovarlo, reaprender, aceptar lo que no se puede cambiar, con el valor para cambiar lo que sí se puede y con la sabiduría suficiente para ver la diferencia. Entonces, podemos seguir conviviendo, contemporáneos con la vida, con la absoluta seguridad que no nos asusta ningún batallón de músicos o aparatos tecnológicos por grandes y artificiales que sean, eso sí que se vengan de uno en uno, en montonera si no.