
Desde el octavo piso – Por Faber Bedoya
La semana pasada, por las tardes, llovió a cantaros, muy duro, recio, parejito, no había distancia entre las goteras. Muchas veces los aguaceros estaban acompañados de rayos, y truenos, para hacerlos más tenebrosos. Y ya no eran por el sur, centro, o norte, cubrían toda la ciudad. La lluvia paraliza todo, y se producen inundaciones, en los lugares de siempre, donde todos sabemos, deslizamientos, en esos lugares que todos conocemos y que hacen parte de nuestro paisaje sub urbano.
Como los funcionarios son nuevos, pues para ellos es una magnífica oportunidad de hacer algo. Y lo hacen, auxilian a los damnificados con mejores recursos, elaborados discursos, ofrecen cómodos albergues, refugios temporales, creando nuevos asentamientos humanos, desplazamientos. Son concretas y objetivas las soluciones, todo está muy claro. Pero era una tragedia anunciada, por más que se avisó a las entidades responsables no acudieron a tiempo.
Entonces, se ha convertido en un estilo de vida, es necesario una gran tragedia para que haya significativas soluciones. “pero es que hasta ahora no ha pasado nada, todos lo hacen, desde que tengo memoria, está ese hueco ahí.” La lista es larga. La costumbre de aceptar lo anormal, se ha vuelto tan natural como respirar. Indudablemente, hace rato que dejaron de ser bendiciones para convertirse en cargas. Fiordos pesados que tallan el alma, porque los hombros hace rato se jubilaron.
Ya no es la crecida del rio Azufrado o del Suarez, es la quebrada “Cajones” que se represó, produjo tremenda borrasca y arrasó a su paso casas, cultivos y animales. Hay varios desaparecidos, en especial se habla de don Luis María, quien nunca quiso salir de ese rancho, en esa falda, y de guadua. No, él no se fue, se le ofreció un refugio en la escuela, y no quiso. Hoy no se sabe de su suerte. Esa es otra cara de la moneda, esa población terca y aferrada a su nada, revolcándose en su propio lodo, físico, mental, emocional y hasta espiritual. Y no salen de allí.
Esta fotografía se repite en muchos sectores y estratos de la ciudad. Se aferran a sus hábitos insólitos, rutinas autodestructivas, que los conducen a un deterioro integral. Y llevan varios años así, tantos que ya se pensionaron.
Y llegan las ayudas, vestidas con galas bomberiles, cívicas, militares o eclesiásticas. Son puertas que se abren, manos que se extienden, palabras positivas y constructivas, emitidas con sinceridad, pero aún quedan algunos Luis María, que prefieren aferrarse al mundo de los recuerdos marchitos y de los sueños abortados, antes que modificar actitudes, ahora que todavía podemos y tenemos espíritu y vida para hacerlo.
Pero al final de la tarde la lluvia cesó, y apareció el arco iris. Cómo se ve de lindo este fenómeno natural, luminoso, de siete colores, conformado con gotas de agua suspendidas en la atmosfera, a estas alturas de la vida. Ya nos detenemos a admirarlo y extasiarnos con su belleza. Nada de preguntar su origen o dónde empieza o termina, se ve tan cerca. Solo vivir para sentirlo y decirle a Dios gracias por este día y en tu compañía, es degustar y saborear la vida, a los ochenta abriles.
Antes del mediodía, fue rescatado don Luis María, sano y salvo, con una bolsa de supermercado bajo el brazo. Fue arrastrado varios metros, pero él todavía ágil, se aferró a una raíz, subió una pequeña ladera y se protegió al lado de un árbol grande. Era un sitio seguro y prefirió pasar allí el resto de día y esperar por ayuda, seguro llegaría. Y llegó, fue rescatado, aceptó toda la asistencia que le ofrecieron. Fue al albergue, aceptó las comidas ofrecidas, al fin fue parte de la noche y la mañana, a la intemperie, y sin comer nada, bueno él es joven, solo tiene 63 años.
Con la avidez con que comía expresaba agradecimiento, por todos los poros. Su mirada encontró norte, sus palabras buscaban a su familia, sus amigos. No soltaba la bolsa de plástico, de muchos usos y re usos. La alcanzó a ver muy gris, se sintió impotente, necesitado de ayuda. Es un ser bendecido y agradecido por tantas borrascas de ríos y quebradas a las cuales ha sobrevivido, que se le acaban las palabras para acompañar la frase más bella de todas, gracias a Dios.
Los que participamos en esta jornada salimos renovados, aprendimos mucho. Fue el único damnificado, pues todos los demás habían atendido los llamados de prevención, sólo el permaneció en “su ley” y se llevó tremendo susto. Pero pareciera que hubiera vuelto a vivir, prodigaba amor, ganas de vivir en el servicio y con una muy agradable voz, expresó, “bueno qué tenemos por hacer, hay alguien que necesite nuestra ayuda”. Y no soltó la bolsa de plástico. Apareció un hijo, era empleado de una empresa de vigilancia, y se lo llevó. Ese rancho se derrumbó para que ahora sí, don Luis María, viviera en la realidad.
Nos decía los compañeros de la Unidad de prevención de desastres, que esta es una escena que se repite a menudo en las tragedias grandes y pequeñas. Nos aferramos a unas posesiones, casas, chozas, cambuches, ranchos, y de allí no se quiere salir. Cárceles construidas por nosotros mismos, las cerramos por dentro y botamos la llave. Cuando no son posesiones materiales, son rejas conceptuales o apegos que nos atan, y ni siquiera las borrascas del cambio sacuden nuestras vidas.
Don Luis María fue feliz porque al final fue libre.