Bebo mucha Coca-Cola de dieta: dos litros al día, casi seis latas. No me enorgullece el hábito, pero en verdad me gusta el sabor de la Coca-Cola de dieta.
Como soy un economista que cuida su dinero, sé que si cambiara a una marca genérica ahorraría dinero, no solo en una compra, sino a diario, a la semana y en los años que están por venir. No obstante, solo bebo Coca-Cola de dieta. Ni siquiera he probado un refresco genérico.
¿Por qué no? Claro que lo he pensado. Y me digo que los dólares involucrados en realidad son intrascendentes, que soy feliz con lo que ya estoy bebiendo y que puedo darme el gusto de ser pasivo sobre esta pequeña extravagancia.
Sin embargo, es evidente que estoy cometiendo un error, uno que revela una tendencia más profunda al momento de tomar decisiones y cuyo costo acumulativo es considerable: como la mayoría de las personas, he realizado relativamente pocos experimentos en mi vida personal, tanto en asuntos pequeños como en grandes.
Y es una lástima porque la experimentación puede producir recompensas muy significativas. Por ejemplo, no sería un gran riesgo probar un refresco genérico y, si me gusta lo suficiente para hacer el cambio, la gratificación podría ser grande: todos mis refrescos futuros serían más baratos.
Cuando se toma la misma decisión una y otra vez, la desventaja de probar algo diferente es reducida e inalterable —que un refresco sea poco atractivo—, mientras que los beneficios potenciales son desproporcionadamente grandes. Un estudio estimó que 47 por ciento de los comportamientos humanos son de este tipo habitual.
No obstante, muchas personas insisten en comprar productos de marca, aun cuando están disponibles los equivalentes genéricos. Estas decisiones son dignas de atención en el caso de los medicamentos, pues los genéricos y las opciones de marca tienen el mismo equivalente químico. ¿Por qué seguir comprando una aspirina de marca si el mismo compuesto químico está a poca distancia y a un precio más bajo? Los científicos ya han verificado que las dos formas de aspirinas son idénticas. Podríamos presumir que un pequeño experimento personal te va a garantizar que el genérico tiene el mismo efecto.
Nuestro fracaso común para experimentar va mucho más allá de los genéricos, como lo ilustra un estudio reciente. El 5 de febrero de 2014, los trabajadores del tren subterráneo de Londres estuvieron 48 horas en huelga, lo que obligó al cierre de varias estaciones. Las personas afectadas tuvieron que encontrar rutas alternas.
Cuando terminó la huelga, la mayoría de las personas volvió a sus viejos patrones. Sin embargo, una de veinte se quedó con la nueva ruta y se ahorró 6,7 minutos del que había sido un viaje promedio de 32 minutos.
Los cierres que causó la huelga obligaron a que se experimentara con rutas alternas, lo cual produjo resultados valiosos. Además, si la huelga hubiera sido más larga, es probable que se hubieran descubierto mayores mejoras.
Sin embargo, el hecho de que mucha gente necesitara una huelga para obligarse a experimentar revela las raíces profundas de una renuencia común a la experimentación. Por ejemplo, cuando pienso en mis restaurantes favoritos, los que he visitado muchas veces, es impactante qué tan pocos platillos del menú he probado. Y cuando pienso en todos los lugares para almorzar cerca de mi trabajo, me percato de que voy a los mismos lugares una y otra vez.
Los hábitos son poderosos. Seguimos con muchos de ellos porque solemos dar un énfasis excesivo al presente. Intentar algo nuevo puede ser doloroso: tal vez no me guste lo que voy a obtener y debo privarme de algo que ya disfruto. El costo es inmediato, mientras que todos los beneficios —aunque sean grandes— se disfrutarán en un futuro que se siente abstracto y distante. Por supuesto, quiero conocer otras cosas que saben bien en mi restaurante predilecto, pero hoy solo quiero mi platillo favorito.
La arrogancia también nos detiene. Tengo una gran certeza respecto de mis suposiciones sobre la calidad de mis alternativas, a pesar de que nunca las haya probado.
Finalmente, muchas de las llamadas “decisiones” no lo son en realidad. Al ir por un pasillo del supermercado, no tomo una decisión calculada sobre los refrescos. Ni siquiera hago una pausa frente a los genéricos. Actúo sin pensar: en automático tomo dos botellas de Coca-Cola de dieta cuando paso con mi carrito al lado de ellas.
Esto es así no solo en nuestras vidas personales: los ejecutivos y los legisladores no experimentan en sus trabajos y no hacerlo puede ser particularmente costoso. Por ejemplo, al momento de contratar, los ejecutivos suelen utilizar sus nociones preconcebidas de cuáles son los candidatos que son “adecuados” para ser empleados potenciales. No obstante, esas suposiciones no son nada más que eso y es raro que se les dé el escrutinio de la experimentación.
Claro que es un riesgo contratar a alguien que no parece adecuado, pero también podría demostrar que las suposiciones están equivocadas, un resultado que es especialmente valioso cuando estas sirven para que los hombres, la gente blanca o las personas con antecedentes de privilegio en materia económica o cultural tengan ventajas inherentes.
La experimentación es un acto de humildad, un reconocimiento de que simplemente no hay manera de conocer sin probar algo diferente.
Entender esa verdad es un primer paso, pero es importante darlo. Seguir con un viejo hábito es reconfortante pero, uno de estos días, tal vez, compre un refresco genérico.