El día estaba bastante frío, la tarde paramosa. Por eso, decidí ir a la panadería más cercana. Al llegar, encontré que había muchas personas solicitando panes, jugos, pasteles, bizcochos, pandebonos. Esperé pacientemente, pues las dependientes eran pocas y algunos de los usuarios gritaban, otros pagaban, hacían fila. Como yo era el último, observé a la señora menos ocupada y cuando me inquirió, le pregunté:
– Por favor, ¿Qué es lo más caliente?
– «El horno», me contestó. Ante esa respuesta, miré a unas señoras que acababan de entrar y esbozaron una sonrisa. Miré a quien me había atendido, quien se había quedado seria, pero sin contenerme, le dije:
– Entonces, me lo empaca, por favor. Hice mi pedido y al salir de allí, con un «que pasen buena tarde», todos contestaron: – «Lo mismo, señor».
Muchas veces no entendemos a quienes nos prestan un servicio. Gritamos, porque creemos que tenemos la razón. No nos ponemos en sus zapatos. Las personas que atienden en cajas, oficinas, merecen respeto. Merecen que les hablemos con cariño, sin enojos.
Son capaces de echar chistes si llegamos con expresión de alegría, satisfacción. Si entramos a una oficina, empresa, hipermercado, saludemos. Nada quita el decir: «buenos días», «buenas tardes».
Ese ejemplo me bastó para entender mucho más a personas que nos encontramos a cada momento, pero que las hacemos pasar desapercibidas, porque no nos importan, no nos interesan.
Sin embargo, sí importan e interesan. Son personas, seres humanos que tienen alegrías, emociones, tristezas, familias. Sienten tanto como nosotros. Pero no estamos acostumbrados a valorarlas. Un portero en un edificio. La primera pregunta que a veces se nos ocurre es: ¿Está el doctor Fulano? No lo saludamos. A la aseadora del edificio, la oficina. La encontramos trapeando y pasamos por encima como si nada. Ni siquiera un: – perdón.
La alegría de vivir está en esas cosas pequeñas, en esos detalles simples que no vemos muchas veces. Porque no nos importan, los dejamos pasar.
Después de un tiempo para reflexionar, meditar, cambiemos nuestra forma de ser, nuestro modo de pensar.
Entendamos que la alegría de vivir está ahí y no la vemos. Los momentos, los minutos, el tiempo, los valoramos como tales, pero no los damos. Decimos «no tengo tiempo» a personas que necesitan nuestro tiempo, un minuto, un café. Negamos «un café» cuando podemos sentir la alegría de vivir al estar a lado de alguien que nos quiere transmitir un problema, requiere nuestra ayuda.
Al entrar a una cafetería, una panadería, al llegar a una portería, entendamos que esas personas allí, son importantes, valen la pena. Son seres humanos que también sienten la alegría de vivir.
Manuel Gómez Sabogal
manuelgomez1a@gmail.com | Imagen tomada de The Angel Hotel