Por Manuel Gómez Sabogal
El 17 de julio de 1999, era sábado. Ese día, se había planeado la celebración del cumpleaños de mi hermano Luis Eduardo, quien había cumplido 45 el día anterior, o sea, el 16 de julio, día de la virgen del Carmen. Además, su trabajo le había impedido participar en la reunión programada para ese día. Por eso, se aplazó para el sábado.
Almorzamos todos y nos preparamos para salir a la finca. Mi hijo Manuel Alejandro, tenía 7 años y el abuelo era su ídolo, a pesar de que no entendía por qué le robaba el desayuno o le hacía pilatunas. No sabía que el abuelo tenía Alzheimer. Ni le dijimos que estaba enfermo. Jugaban, peleaban, vivían…
Mi hijo jugaba con el abuelo, lo regañaba y se enojaba cuando se sentaba en el sitio que, según mi hijo, era solo para él.
Pues bien, esa tarde, mi hijo se despidió del abuelo y le dijo: “no se vaya para ninguna parte que yo vuelvo más tarde”. El abuelo, como era su costumbre, le dio la bendición, sonrió y lo abrazó.
Yo no quería ir. No sé por qué, pero me quería quedar. Se lo manifesté a mi hermano, pero no tenía disculpa alguna. Mi padre quedaba con una enfermera y tres hermanos.
Llegamos a la finca, había familiares y también, algunos amigos de mi hermano. Yo seguía pensando en algo, pero no entendía qué me pasaba, ni por qué me sentía así.
Al rato, mi hermano recibió una llamada. Era de la clínica. Allá habían ingresado a mi papá. Estaba en cuidados intensivos.
Sin embargo, continuó la reunión como estaba prevista. A eso de las cinco de la tarde, otta llamada y mi hermano nos dijo: “nos vamos, algo pasó con mi papá”.
Mi hermano dijo que no había resistido la nebulización. Yo no entendía. Le pregunté a otro de mis hermanos y me dijo que, después de almuerzo, se había sentido asfixiado y que él y la enfermera lo habían llevado a la clínica. Le empezaron la nebulización y se sintió mal.
Me parecía extraño, porque no estaba indispuesto cuando lo dejamos. Estaba almorzando y tranquilo.
Llegamos a la clínica y mi hermano fue a buscar a los médicos. Yo, a mi papá. Alguien me dijo: “Está en la morgue”. Esa frase todavía la tengo conmigo, pues no la asimilé, no la entendí.
Confundido, busqué la morgue. Y sí, allí estaba tendido sobre una mesa. Inerte, quieto. Recuerdo que le di un beso en la frente. “¿Qué pasó?”, me pregunté.
Luego, subí donde los médicos y ahí me di cuenta que rechazó uno de los componentes de la nebulización que le hicieron. Es decir, no indagaron qué le afectaba o a qué era alérgico. No preguntaron.
Llegamos a casa y la tristeza era grande. Mi hijo preguntaba y no teníamos respuesta. Se quedó dormido, porque se cansó de esperar al abuelo.
Nos fuimos al velorio. Allí estaba, cuando llegó mi primo Hernando Rico. Salimos y nos fuimos a una cafetería cercana. Traía una botella de whisky. La abrimos y empezamos a tomar y a charlar sobre lo sucedido con mi padre.
Llegaron a mi mente muchos recuerdos.
Al día siguiente, llevamos a mi hijo a la sala de velación. La pregunta: “¿Mi abuelo está ahí? ¿Se murió?” Y entonces vinieron las respuestas y lo sucedido con el abuelo. Ya en el cementerio, todos mostrando tranquilidad. De pronto, mi hijo se ubicó frente a la fosa, mirando el ataúd. Empezó a llorar fuertemente y a gritar. Eso, nos quebró a todos. Yo lo abrazaba, pero no paraba de llorar.
Por eso, los días 16 y 17 de julio son tan significativos para una familia que siempre ha sido unida. Al igual que el 18 de marzo, el 30 de julio o el 31 de octubre.
Seguiremos celebrando la vida, porque la vida es bella.
“Da siempre lo mejor de ti mismo. Lo que plantas ahora, se cosechará más tarde”.
Og Mandino