Por Christian Muschallik
Corría el fin del año 1986 y se presagiaban con grandes expectativas los cambios vertiginosos del país y la región, no solo que se estaban dando, ni los que se podrían dar, sino también los que podrían ser y no serían o sí serían. La joven Facultad de Medicina del Quindío trataba de sacar su primera promoción de médicos y por tanto, realizar el sueño de muchos años. Además, obtendría su aprobación.
Contábamos a regañadientes con un hospital universitario pero cuyo director más que simpatizar con la universidad, se veía obligado a tolerarla. En un hospital donde era apetecido hacer el internado, no solamente por la belleza de la región y amabilidad de sus gentes, sino porque era uno de los únicos donde los internos recibíamos salario. Esto hacía que las mimadas facultades de medicina de Bogotá, Rosario y Javeriana, enviaran a sus pupilos, mientras otras universidades menos afamadas como la Juan N. Corpas fueran vetadas.
La expectativa nuestra era muy grande ya que la Universidad del Quindío sólo podría ocupar la tercera parte de las plazas. El primer espaldarazo nos lo dio el jefe de pediatría y de los médicos internos, Dr. Carlos Emilio Jaramillo, quien el primer día de internado irrumpió en la sala de conferencias, escogió a dedo a algunos de los internos nuestros, y abandonó el recinto diciendo: “esos van para pediatría porque yo hoy salgo de vacaciones. El resto, repártanselos como quieran”.
Ante estas condiciones, llegó un interno sin ínfulas ni pedigrí quien “aceptaría el internado en Armenia con la condición de que sus vacaciones coincidieran con el festival del Mono Núñez que no se perdía por nada del mundo”.
Se trataba de Herman Moreno quien terminaría siendo la mano derecha del Dr. Rodolfo Llinás, famoso neuro investigador colombiano. En el primer contacto que tuvimos compartiendo el almuerzo para internos, cuyo único aguacate era repartido magistralmente en transparentes porciones, me miró «Manimal» como bautízanos y conocimos el resto de sus días, y me dijo: ¿vos sos el alemán no? Para que les enseñes a tus compañeros que mi nombre se escribe con «H» y no con «G», porque mi madre tuvo un amante alemán al que amó y prometió, a pesar de las protestas de mi padre, que su primer hijo se llamaría así.
Durante ese año y el resto de su vida, Hermann fue fiel a sus amigos y tuvimos el placer de compartir muchas veces, la mayoría de ellas, no libres de escándalo.
Hermann era un niño grande, tan inocente que la maldad, la agresividad y el comportamiento racional siempre le fueron extraños. Como Gómez Jattin, era totalmente inmaduro e ingenuo en las relaciones amorosas ya que sabía que había venido al mundo para que la gente lo protegiera, amara y aceptara dando a cambio el simple hecho de su existencia.
Fue una persona encantadora como ninguna y con tan pocas armas que yo observaba sorprendido como una persona tan escachalandrada y brocha magnetizaba a sus contertulios al momento de conocerlos, y miraba sorprendido a alguien con una franqueza en bruto que nunca le causó problemas.
¡Que falta nos harás Hermann, ya habrás vuelto del cielo el antro que lo semeja más al de unos pisos más bajos!