Merodeando desde la arquitectura
El primer material
En ocasiones en los que el tiempo de respuesta de nuestras pupilas se hace insuficiente ante el brusco cambio de la penumbra a la luz intensa y viceversa, algunas superficies u objetos masivos llegan a prácticamente desaparecer en la oscuridad o resplandecer tanto que pueden llegar a volverse casi inmateriales.
Diferentes horas del día, latitudes, condiciones atmosféricas, niveles de concentración de determinados gases presentes en la atmósfera y otros factores afectan nuestra percepción de los colores que la luz nos revela.
Así la predominancia de algunos de ellos, azules, violetas, amarillos… llegan a conformar parte de la identidad de los lugares. De esta manera un mismo material, un ladrillo de arcilla por ejemplo, sometido a la luz en Nuuk, capital de Groenlandia sorprendentemente nos revelaría colores diferentes a los que mostraría en latitudes más cercanas a la línea ecuatorial, digamos en Caracas. Y hasta en lugares menos distantes uno del otro; definitivamente la luz de Bogotá “no es la misma” que la de Maracaibo.
Técnicamente hablando la fuente es la misma, el sol. Pero por algunas de las razones mencionadas anteriormente y otras adicionales, no la percibimos igual en la manera en que los objetos sobre los cuales incide la reflejan. Así la luz parece ayudar a definir algo así como la personalidad de los lugares. Si a todo eso agregamos las infinitas variaciones que a lo largo del año, condiciones atmosféricas y horas del día se dan lugar, obtenemos una amplísima paleta de colores o todo un perfil de posibilidades, que ayudan a definir esa esencia, ideario, modo o atmósfera de cada lugar.
Así la luz se erige como un componente esencial en la arquitectura. El más esencial, el primero de los materiales usados para construir; tanto que ante la ausencia absoluta de ella tan solo quizá podríamos, y solo si somos especialmente perceptivos y atentos, intuir la dimensión de un espacio apoyándonos en otro de nuestros sentidos, el oído. A pesar de ello, colores, detalles e infinidad de características pasarían desapercibidas y escaparían a nuestra percepción a menos que ella, la luz, estuviera presente.
Y en todo caso, cualquier otro material empleado sería casi irrelevante.
La luz, incidiendo sobre un mismo objeto en apariencia de un solo color, determina distintas tonalidades en este, dependiendo del ángulo con el que hace contacto. Así una cara expuesta en forma franca y directa a la fuente tendrá un color distinto a otra cara o superficie del mismo objeto al que le llegue de forma oblicua. A veces incluso bajo el ángulo de incidencia y observación adecuados, pueden llegar a advertirse texturas diferentes por la sombra que arrojan los diminutos granos en la superficie de un friso en apariencia liso, logrando así un tipo de experiencia perceptiva muy distinto en un material aparentemente uniforme y homogéneo.
A la arquitectura le toca la tarea de interpretar, predecir y potenciar esas posibilidades infinitas. Esa es en gran medida la belleza de su arte. Lidiar con los caprichos naturales, sus variaciones y sobresaltos. Prepararse para sus sorpresas, saber comunicarse con ellas.
Aprovecharse en ocasiones para protagonizar pero saber a la vez saber cuándo servir de escenario a espectáculos que la sobrepasan en magnitud e importancia. Usarlos para el beneficio mutuo es una condición intrínseca y esencial de la disciplina.
Antes de cualquier otra consideración está la luz. Es el material principal, es el primero y más importante de todos.
Odart Graterol
Revista DTyOC. Imagen tomada de DMS InfoArquitectura