Merodeando desde la Arquitectura
Mi primer día en la escuela de arquitectura
Lo que por mucho tiempo pensé obedecía a una debilidad de carácter o falta de disciplina, más adelante aprendí se trataba de una decisión, si no voluntaria, al menos inconscientemente premeditada. Mi primer beso, mi primer amor, mi primera pérdida…decidí en algún momento lanzarlas en un lugar sin orden alguno y a lo largo de mi vida aparecen inesperadas como sorpresas que aderezan mis días. La presente asignación representa así una especie de sesión de invocación de memorias y búsqueda en ese lugar en el que me topo con curiosos hallazgos. Estando acostumbrado a los juegos de mi diletante y a veces fantasiosa memoria, me encontré con un obstáculo inesperado, una especie de sagaz añagaza; la que representa intentar rememorar algo que probablemente no haya existido ni sucedido. Al advertir esto, tuve que revisar el significado de la palabra escuela. Sus diferentes acepciones y etimología me llevaron desde el diccionario de la RAE hasta textos como Los trípodes de Hefesto (F. Arenas-Dolz) en el que casualmente su título hace alusión al pasaje de La Ilíada de Homero quien cita a los arquitectos en un ejemplo relacionado a la imposibilidad de llevar a cabo tareas sin la existencia de ayudantes y la brutal analogía que le sucede respecto a la necesidad de esclavos por parte de sus amos para llevar a cabo sus deseos. Después de desperdiciar media página justificando el posible sesgo en este cortísimo relato, podría decir que algún primer día que podría recordar de manera novelada con la ayuda de mi imaginación, se refiere al día en que vi por vez primera mi reflejo en una puerta de cristal que anticipaba la entrada del edificio de siglas MEU (Mecánica y Urbanismo y que en nada anunciaban una escuela de arquitectura), portando un portaplanos tubular plástico, atado con ligas a una regla T, y un bolso donde cargaba lo necesario para ser usado en clases de geometría descriptiva. Esta asignatura, y el mítico profesor Miller, que como Heimdal, guardián de ingreso, pero esta vez no a Asgardo el Bifrost, si no al resto de las asignaturas que la suya prelaba, daban la bienvenida a los recién ingresados estudiantes de arquitectura sobrevivientes al año básico común que reunía a todas las demás carreras que ofrecía la universidad. Tiempo después conocería una modesta edificación que en lo adelante llamaría Pabellón 5. En ésta, se desarrollarían la mayoría de las actividades de la carrera en una especie de clandestinidad camuflada por la distancia y el anonimato al no poseer señal alguna que lo diferenciara del resto de otros4 pabellones existentes. Cabe destacar que otras asignaturas se seguirían desarrollando en un cada vez menos visitado resto del campus universitario. Así, costaba concebir un lugar al que llamar escuela. La dispersión física no ayudaba. Había una diminuta y siempre cambiante sala de lectura bautizada irónicamente con el nombre de un personaje ficticio. No parecía haber nada permanente o singular y pronto, tampoco lo serían los profesores que conocía. Ni siquiera los retratos de sus fundadores, algunos de los cuales, por cierto, aún viven. Tampoco conseguí un lema o “motto” al cual asirme y que sirviera de orientación en momentos de desesperación. Tan solo referencias a un ejercicio iniciático en el primer taller de diseño común a todos quienes allí estudiamos, una que otra anécdota, referencias a capacidades técnicas derivadas de una concepción de egresado-tipo como eficiente solucionador de problemas y la mención a la lectura de Las ciudades invisibles de Calvino. Quizá en alguna de ellas yace secretamente la escuela de cada uno de quienes cursamos arquitectura en la USB y, en algún momento quizá se revela en el frío húmedo, y tras los pinos y la niebla nocturna característica que oculta todo por allí, nuestro primer día en la escuela de arquitectura.
Odart Graterol
DTyOC
Es hermoso «recordar», aunque parezcan inexistentes, los momentos de nuestra «iniciación» y consecución de una meta. Es apretada la redacción, lo que indica el momento íntimista que compartes. La «escuela» es algo que nos une, aunque el «espacio» sea compartido por «otras» escuelas. Esto indica una cierta integración, pues «el pabellón» o «pabellones» es el espacio real para la «unificación» de las actividades «comunes» a los «iniciados» en «la escuela». Me «recordó» El Demián de Herman Hesse en el ingreso de Emil Sinclair (¿será?) a la «gran ciudad», después de sus estudios iniciales junto con Demián, y la descripción de «paisajes» y memorias de juventud que se abre al «mundo» más amplio y cosmopolita. Romántico, tal vez, pero cada joven vive experiencias inefables que puede «contar», pero «compartir» es algo que, con el relato, evoca los propios sentimientos y emociones de la propia experiencia vivida… y he allí la única «igualdad» de los seres humanos… «lo demás» es «semejanza. Solamente la frialdad de la matemática ha podido delinear «lo que» es igual, estrictamente igual, y «lo que» es semejante… en lo que podemos «igualar» las experiencias en nuestra «común» manera de vivenciar «emociones inefables»…