Hace poco recibí un correo electrónico de la directora del jardín de infancia al que acude mi hija Zelda; se titulaba “La importancia del juego desordenado”. Los niños aprenden mediante procesos, escribió. El acto de crear es más importante que el resultado. Les pedía a los padres que permitieran que sus hijos tuvieran espacio para el desorden.
Por un lado, la idea era novedosa. En nuestra cultura, obsesionada por la limpieza y el orden, donde limpiar se considera un acto de valor moral, agradecí la motivación de la directora para “aceptar el caos”. Aunque ella no tenga por delante 15 años más con el desastre que forman los macarrones y las piezas de Lego —al estilo Jackson Pollock— que hay en el dormitorio de Zelda.
Muchos padres aceptan que, para poder mantenerse cuerdos, deben ser selectivos con las batallas que deciden pelear con sus hijos. Pero parece que el mantra de “ordena tu cuarto” no es negociable; es la base de una buena paternidad, cimentada en el sentido común. Aprender a mantener tu entorno en orden y ser responsable del desastre que haces son habilidades importantes para convertirse en un adulto competente y socialmente maduro.
Sin embargo, limpiar es complicado para muchas personas. El impulso de ordenar puede ser compulsivo, una manera de mantener el control cuando surge la ansiedad. Yo soy un buen ejemplo.
Mi madre era acumuladora. Nació en 1945, cuando mis abuelos huyeron de los Nazis; fue refugiada antes de saber qué era un hogar. Durante mi infancia, ella coleccionaba cajas de Kleenex, periódicos y videocasetes; las sillas giratorias parecían multiplicarse por la casa. Cuando me volví adulta, me di cuenta de que todas esas cosas la protegían, pero en aquel entonces sus montículos de sábanas raídas creaban una distancia física y emocional entre nosotras. No había espacio para acostarme en su cama cuando tenía pesadillas.
El caos de mi madre se colaba en mi habitación. Me costaba mucho trabajo encontrar un lugar para mis cosas entre sus montones de ropa y la colección de cerdos de cerámica que compró “como un regalo”. Mis informes escolares se perdían en su vorágine, al igual que yo. Me sentía ignorada, devorada por su desorden, mientras trataba de encontrar un espacio para poder crecer.
Me fui de casa y me volví lo contrario a mi madre. Aprendí sola a organizarme e impuse reglas minimalistas en mi vida, no como decisión estética, sino emocional. Rentaba departamentos espaciosos que no podía pagar y los organizaba en líneas geométricas. Mi mantra era “menos es mucho más”.
Pensaba que al liberarme de las cosas me volvería tranquila y abierta al amor. Pero mi austeridad me impidió conseguir la intimidad que anhelaba. Quitar los obstáculos que tenía enfrente no significó que pudiera ver, o relacionarme, con otros. Un novio terminó conmigo por no tener cojines: “No eres cómoda”, me dijo. A pesar de que soñaba con que una casa ordenada me volviera una anfitriona relajada, no podía tener reuniones sin estar fijándome en las manos pegajosas de mis invitados.
Cuando finalmente me casé (con otro hijo de un coleccionista), mi esposo y yo decoramos nuestra primera casa con paredes blancas y sofás. Evité mesas en la sala porque eran innecesarias, y escogí solamente ropa clara en la lista de regalos (extremadamente corta) de mi recién nacida. Sin embargo, a medida que Zelda y sus posesiones brillantes crecieron, me vi en una encrucijada. Exigía orden, pero era cautelosa al imponer mis valores quisquillosos, motivados por las emociones, en su cuarto y en su vida.
Mi experiencia era tensa, pero las preguntas reales eran más objetivas: ¿vale la pena el esfuerzo diario para que Zelda se vuelva ordenada? ¿Enseñarle a limpiar su cuarto le dará habilidades que no se pueden aprender en ningún otro lado? Y lo más importante: ¿esto hará que sea una mejor persona o alguien más feliz?
Pedí consejo a mis amigos. Sus experiencias parecían ser tan estresantes como la mía. Alex estaba traumada por su madre, obsesionada por el orden, y que solía apilar todas las cosas que estaban en el suelo de su cuarto, para después mantenerla bajo “arresto domiciliario” hasta que todo estuviera en su lugar. Amy, mi compañera de trabajo, me contó que sus padres la obligaban a arreglar su cuarto, pero nunca le habían enseñado cómo; ya como adulta aún se abruma cuando tiene que limpiar, y cree que esto permea otras áreas de su vida. “Dejo todo para después, quizá porque no estoy acostumbrada a hacer las cosas por pasos. No soy muy metódica”.
Otros reconocieron el efecto social que tuvo no haber sido obligados. Uno de ellos, que creció con servicio doméstico en casa, comenzó a limpiar su cuarto cuando tenía 20 años de edad y se mudó con su mejor amiga, que casi se va por su dejadez. Otra, abogada, envidia las oficinas ordenadas de sus colegas, y se preocupa porque sus montones de papeles regados por todos lados la hagan parecer desorganizada e impulsiva y eso afecte su reputación profesional.
También pedí consejo a expertos en infancia. El Programa de Apoyo Parental, en Washington, está dedicado a instruir a los padres sobre cómo enseñar a sus hijos a hacer tareas domésticas. El PAP llevó a cabo una investigación que encontró que los niños en edad preescolar que tienen asignadas tareas domésticas tienen mejores relaciones personales, mayor éxito académico y menos consumo de drogas después de los 20 años de edad. El programa promueve que la gran tarea de limpiar un cuarto se divida en partes, y se enseñe cada tarea menor a una edad apropiada. Esto puede llevar años.
Concuerdo con la idea de que los espacios ordenados reducen el estrés. Sally Augustin, psicóloga del medio ambiente, me dijo que el desorden visual causa ansiedad. Nuestros antepasados inspeccionaban la sabana en busca de peligros; nosotros también necesitamos una sensación de claridad a nuestro alrededor. El desorden también oculta los objetos que son importantes para crear nuestra identidad, me explicó. “Un entusiasta de la física de 11 años de edad debe ser capaz de ver sus calculadoras para que le recuerden su metas”. Muchos planteles de preescolar, influidos por el sistema Montessori, prefieren las paredes en blanco para reducir la distracción y permitir que se enfoquen en tareas importantes.
Pero también hay detractores. Tamar Gordon, psicóloga especializada en trastornos de ansiedad, piensa que la gente puede estar demasiado obsesionada con la limpieza. “Lo que es importante para los niños es la estructura”, comentó; “eso no necesariamente es lo mismo que limpiar un cuarto”. Explicó que algunos niños son ordenados por naturaleza, y se ponen muy nerviosos por una mancha de pintura en su mano, mientras que otros casi no perciben su entorno visual. El trabajo de los padres es conocer bien a sus hijos y enseñarles lo opuesto: los quisquillosos necesitan aprender a ser flexibles; los niños desordenados, reglas.
En toda mi investigación, no encontré una relación comprobada entre tener una habitación ordenada y llevar una vida funcional y con metas claras. Aprender a respetar el espacio común y administrar el tiempo se logra con las tareas escolares o limpiando la cocina. Además, según los psicólogos con los que hablé, las fricciones familiares que surgen cuando los padres obligan a los niños más desordenados a ser ordenados pueden causar un estrés realmente destructivo.
Alan Kazdin, del Centro Parental de Yale, explicó que no ha habido estudios sobre la limpieza de las habitaciones porque el asunto no ha sido importante. “Es normal que los adolescentes sean muy desordenados”, me dijo. “No sabemos por qué”. Los padres deberían considerar si el cuarto desordenado de su hijo es un síntoma de otros problemas (escolares, por ejemplo) o si afecta la vida diaria (ratones, alérgenos, riesgos de seguridad). Pero si se trata solamente de una recámara desordenada, déjalo ser. “Es importante que los adolescentes tengan áreas de control. Los padres creen que es una situación sin salida, pero eso no es cierto”.
Sarah, mi amiga de la infancia, que ahora es una escritora de literatura infantil de éxito, siempre fue desordenada. Su madre nunca la forzó a limpiar su cuarto (aunque sí hacía su parte en espacios comunes). Por teléfono, me contó que su familia todavía la llama “Sarah Torbellino” y que tenía mucha suerte de tener parientes, y editores, que la ayudaban a organizarse. Sus desórdenes, piensa, pueden estar ligados a su creatividad. “Cuando comienzo un proyecto, no estoy preocupada por meterme de lleno o por hacer un desastre. No me enfoco en hacerlo bien”, explicó. “Solamente lanzo ideas”.
Tiene sentido. Hacer que Zelda limpie su cuarto puede satisfacer mis necesidades organizativas, pero probablemente no la convierta en una mejor persona. Está bien; admito que aquella tarde en que Zelda tiró una caja de instrumentos musicales en el piso cubierto de cera, me dio un ataque de pánico. Sin embargo, mientras bailaba por todos lados y le pegaba a su tambor, me relajé, jugué con ella, y así ahorré energía para la batalla de la hora de dormir.
Vía NY Times