Domingo por la mañana. Me levanto tarde, pues deseo descansar un poco más, no es que duerma más. Es hacer locha en cama.
Luego, busco leer noticias agradables, sanas, alegres y me encuentro con algo que eriza la piel:
“Abandonan a una anciana en el aeropuerto El Dorado”. Ligia Elvira Flórez, una colombiana de 77 años quien llegó al país en un vuelo procedente de México, fue abandonada en el aeropuerto El Dorado. Las autoridades de la terminal aérea se percataron de que la mujer no fue recibida por familiares y qué no tenía a dónde ir por lo que establecieron contacto con dos números de teléfono que la señora traía anotados en un papel. Quienes contestaron las llamadas aseguraron ser familiares, sin embargo se negaron a recibirla o hacerse cargo de ella.
Para no creerlo. Me quede pensando en aquellas familias que se emocionan o entristecen en saludos o despedidas en el aeropuerto. O en la frase del niño cuando le preguntaron que dónde vivía la abuela y su respuesta infantil fue: “Ella vive en el aeropuerto, cuando la necesitamos vamos allá y la buscamos y cuando queremos que regrese a su casa la volvemos a llevar a su aeropuerto”
Pero en este caso, no voy a entender por qué la “familia” abandona a alguien así. ¿Será que nunca van a envejecer? ¿Les estorba?
Además, cada día abandonan a dos ancianos en Bogotá. ¿Cuántos son abandonados en las otras ciudades de este extraño país? Los dejan en hospitales para que allí los sigan atendiendo y después, nadie se entera qué se hizo la familia. Se desentienden de los viejitos.
Los abandonan en parques o sitios alejados para que se pierdan o si los encuentran, no sepan cómo llegar o a dónde ir.
Este es un país en cuidados intensivos y lo sigo sosteniendo. Aquí imperan la política, el desamor, el odio, el resquemor, pero nada parece que nos uniese.
El amor de familia ha ido desapareciendo como por encanto y los ejemplos se ven por todas partes, especialmente con hijos y ancianos.
Los hijos se dejan a la buena de Dios y los ancianos se llevan a un sitio para ellos que nos es de ellos, simplemente para deshacerse, quitarse de encima ese peso tan horrible de cuidar a un viejo.
Como si los viejos fueran un estorbo para algunos. Como si esos hijos o familiares jamás fuesen a envejecer.
Qué mal ejemplo y qué tristes desencuentros se están viendo todos los días en el camino de la vida.
Que las familias se reúnan, que haya más afecto en los hogares y que niños y ancianos sean respetados en todo sentido.
Que no veamos cada día un triste desencuentro….
Manuel Gómez Sabogal