Comer en el escritorio está de moda… y no es sano
Durante 11 años, June Jo Lee, quien es etnógrafo, ha estado viajando por Estados Unidos y ha hablado con mucha gente sobre cómo comen. Ha visitado, sobre todo, muchas oficinas.
En una de las entrevistas, una administrativa de poco más de 20 años que trabaja en un estudio de arquitectura en Seattle le dijo: “No creo que haya comido sentada a una mesa que no sea mi escritorio ni una sola vez en toda la semana”.
En Chicago, habló con un informático que comía frente a la pantalla y evitaba de manera sistemática la sala para almorzar de la empresa. Considera raro a cualquiera que coma allí. Otro chico le dijo que cada semana se llevaba a la oficina un plato con vegetales crudos e iba picando de ahí para matar el hambre.
Formada como antropóloga, Lee trabaja para Hartman Group, una empresa que investiga los hábitos alimenticios de las personas para Kraft Foods, PepsiCo, Nestlé o Google, con la intención de modificar y diseñar presentaciones para la comida, definir productos nuevos o canales de distribución no explorados al tiempo que la productividad se mantiene en niveles aceptables y la comida que ingieren es sana.
Después de muchas entrevistas resume lo hallado en que “es triste el modo en que la gente come en su puesto de trabajo”.
En una película de 1987, “Wall Street”, su protagonista Gordon Gecko dice: “El almuerzo es para débiles”. En Estados Unidos, y en los puestos de trabajo, tomar tiempo para comer se ha convertido en algo prescindible. La interrupción para comer al mediodía parecía tener más sentido cuando los trabajadores utilizaban sus cuerpos para plantar, recolectar, colocar ladrillos, empacar. Necesitaban descansar y recargar fuerzas. Pero en una economía que se caracteriza por sentarse frente a una computadora, esa pausa ha dejado de ser obvia. Es optativa.
Alrededor del 62 por ciento de los profesionales dice que comen en su mesa. Los sociólogos lo llaman “comida de escritorio”: se come mientras se tienen reuniones, se hacen pendientes o se responden correos electrónicos. La mitad de los adultos de Estados Unidos. Una investigación del grupo Hartman ha descubierto que la mayoría de los millenials además, lo prefiere. Y hasta un 25 por ciento dice que “come solo para poder hacer varias cosas a la vez”.
Quizá todo esto tenga consecuencias beneficiosas. Nuestras comidas en solitario son más frugales. En investigaciones hechas en cerdos, ratones, cachorros o pollos que se han hecho desde 1920 se detecta un fenómeno que los sociólogos llaman “facilitación social” en el que la presencia de otros hace que se coma más. Durante mucho tiempo se creyó que en el caso de los humanos esto no pasaba. Pensaban que los animales se alimentaban pero los humanos almorzaban como evento social.
La investigación ha demostrado que los humanos también pueden alimentarse sin más. Comer con compañía puede llegar a aumentar la ingesta de alimentos hasta en un 44 por ciento. Cuanta más gente esté presente, más se come. A partir de siete personas a la mesa, se come hasta un 96 por ciento más de lo que se comería estando solo.
Con la comida como hecho delimitado convertida en fenómeno en declive, cada vez más trabajadores se limitan a tomar algo parecido a un aperitivo. En un estudio realizado sobre 122 empleados, la media de calorías detectada por persona era de 476 calorías por escritorio. Una persona tenía 3000 calorías en el escritorio: Cheetos, barras de caramelo y cinco latas de atún incluidas. Además de la comida almacenada por cada uno, había una zona común de almacenamiento en la que había sándwiches de una celebración previa, los restos de un pastel de cumpleaños, pan de plátano que alguien había horneado en su casa y un plato de caramelos del que no se veía el fondo. Cuando los investigadores entrevistaron a los administrativos de la Universidad de California, uno de ellos calificó esos montones apilados como “altares de la comida”.
A veces, esa comida almacenada se convierte en una carga y, en el caso de los frigoríficos compartidos, puede ser peligrosa. En una investigación realizada a 2100 personas que trabajan tiempo completo, casi todos tenían acceso a un refrigerador compartidos. Cuando se les preguntó por la limpieza, el 40 por ciento no era consciente de si se limpiaban, si la limpieza era esporádica o si sucedía del todo.
Navegar por el interior de la bolsa de zanahorias que un colega dejó olvidada puede no estar del todo bien, pero el riesgo real está en el refrigerador. Allí vive la bacteria Listeria monocytogenes. A diferencia de otros patógenos como el E. coli, la listeria puede sobrevivir a cuatro grados, la temperatura habitual de los refrigeradores. Incluso en la oficina en Seattle de Bill Marler, el abogado experto en seguridad alimentaria más importante del país, el refrigerador era, hace poco, un caos de comida caducada, ensalada podrida y carne desechada tiempo atrás”.
“Me da vergüenza. Es como un vendedor de seguros sin asegurar”, dijo.
Vía NYTimes