No más reuniones, por favor
Fue a principios de año cuando en las oficinas soleadas de Spring, una nueva empresa de Nueva York, el cofundador y gerente de tecnología, Octavian Costache, pidió un lugar cerca de la cocina para hacer una reunión de equipo. Durante meses yo había trabajado para la empresa como consultora externa y, aunque era mi último día, era la primera vez que lo veía dirigirse a todo el equipo. Estaba emocionada.
Costache es un rumano de 34 años, de cara amable y con hoyuelos, que antes había trabajado en Google donde formó parte del equipo que desarrolló Gmail y algunas de las aplicaciones de Google Maps. Todos lo escuchaban absortos y esa mañana no quería hablar de software, sino de la manera en que se realizaban las reuniones.
Específicamente, quería referirse a las reuniones como ladronas: ladronas de diversión, de productividad y de libertad mental. Lo primero que hizo fue citar algo que dijo Paul Graham, un reconocido inversionista que explicaba que hay gente a la que le va bien en las reuniones. Se refirió a ellos como los “encargados”, son las personas que necesitan un calendario de tareas semanales lleno con cambios de espacio y asistentes.
Luego están “los que resuelven”, las almas poéticas cuyo bienestar puede resentirse por un “sincronízate” o “comparte” lanzado a destiempo en una reunión. Quienes se encargan de ejecutar o hacer los proyectos no pueden vivir como los “encargados”. Necesitan “horas productivas”, es decir, largas tardes de contemplación y sin interrupciones para relajarse. Necesitan tiempo creativo y fructífero, en solitario. En la fórmula de Graham “los que resuelven” tienen un ciclo creativo de cuatro horas que, incluso a costa de limitar el crecimiento de una empresa, debe ser protegido de cualquier interrupción que tenga que ver con reuniones.
Los asistentes mostraron su entusiasmo. Las horas de los que resuelven los objetivos son una mezcla de días de verano e infancia un tanto vagos con una buena capa de producción artística. Cuando la reunión terminó, nos fuimos de allí con la certeza de que la mayoría de nosotros éramos “encargados” o “los minions de los encargados”, y no éramos elegibles para el tiempo creativo, fructífero y solitario, sino personas llenas de videoconferencias o llamadas grupales.
Solo la nobleza moderna —es decir, los equipos de productos, diseño e ingeniería— podía disponer de un día completo a la semana para producir. Es el privilegio de una élite de desarrolladores de código y aplicaciones que no incluye al resto.
El 15 por ciento del tiempo laboral de una organización se gasta en reuniones. Cada día, esa vasta sala de conferencias compuesta por los trabajadores de oficinas en Estados Unidos mantiene 11 millones de reuniones, según una investigación desarrollada por la empresa de telecomunicaciones Fuze. Un estudio calcula, nadie sabe cómo, que el país desperdicia más de 37.000 millones de dólares en reuniones improductivas. Las estadísticas parecen confirmadas por las compañías llenas de reuniones a las que he asesorado y comencé a preguntarme si el tipo de horarios que caracteriza a los encargados le beneficia a alguien más que a los extrovertidos irredentos y los expertos en PowerPoint.
En “Maker’s Schedule, Manager’s Schedule“, su influyente ensayo de 2009, Paul Graham se pregunta: “¿No se les eleva el espíritu al pensar que tienen un día entero para trabajar sin citas con nadie? Si es así, significa que cuando no sucede, ese espíritu decae. Y ese decaimiento define la mayoría de las caras con las que me encuentro en las reuniones a las que he asistido últimamente”.
Le pregunté a Graham si todavía creía en esa diferencia entre los “encargados” y “los que resuelven” que señaló hace siete años. Y su respuesta, en una prosa tan británica como enérgica fue: “Por supuesto que lo mantengo. Fui yo quien escribió aquel ensayo”. Luego pasó a describirme su reunión ideal, agradable y fantasiosa. “No hay más de cuatro o cinco participantes que se conocen entre ellos y confían el uno en el otro. Pasan rápidamente sobre una serie de cuestiones abiertas mientras hacen otra cosa, por ejemplo, almorzar. Nadie trata de impresionar a nadie. Todos tienen ganas de terminar y regresar al trabajo”.
Su enfoque minimalista sobre las reuniones contrasta con el de Brian Robertson, el autor de un método de gestión conocido como Holacracia, que se basa en reuniones intensas y expresivas que potencian diferentes maneras de interactuar, menos la profesional. Robertson, quien se define como un “director general en recuperación”, creó “la Constitución de Holacracia” cuando el escepticismo sobre las grandes empresas, sobre todo los bancos en quiebra, estaba en su momento álgido.
Su libro “Holacracia” defiende una teoría atractiva: la minoría necesita un lugar para señalar problemas que otros no ven y una empresa debería funcionar como un “organismo en evolución”, algo que suena igual de correcto y amable que científico. El argumento de que los regímenes jerárquicos inflexibles son algo del pasado y están a punto de caer ante la presión que plantean equipos ágiles de jóvenes provocadores es el cuento de hadas que repite la economía basada en las start-ups y los emprendedores.
La “Holacracia” se basa en pequeños grupos de personas, las células, que mantienen una reunión semanal o bisemanal denominada “reunión táctica” para ponerse al día en el avance del trabajo, y una bisemanal o mensual, la “reunión de gobierno”, que comienza con una presentación de cada uno: “Un espacio en el que cada participante descarta la posibilidad de distraerse y se hace presente en la reunión. Hablan todos”.
Desde fuera, las reuniones holacráticas suenan a cacofonía grupal. Pero juntar interlocutores desinhibidos y que no esperan encontrarse puede generar ideas originales. También es posible que esas reuniones en las que todos contribuyen de manera estridente creen lazos entre quienes tienen un objetivo común. Los hábitos, de todos modos, no son algo tan fácil de modificar. El otoño pasado, Roger Hodge escribió en The New Republic que los empleados de Zappos, que aplican la Holacracia desde 2013, se resisten al cambio y se retraen en las reuniones. “Tengo miedo de hablar en mi círculo porque tengo miedo de que el líder tome represalias” es una de las frases que los empleados han dejado escritas.
¿Es posible que las estructuras de poder o las dinámicas humanas, a veces intratables, impregnen incluso a los seres más igualitarios? Parece la lección extraída de los sesenta o de la Revolución francesa. Cuando Zappos adoptó la “Holacracia” comenzó algo parecido a un éxodo. El 18 por ciento de los empleados aceptaron una indemnización para irse en el último año.
Hace poco entró en escena un reformador de la cultura de la reuniones que defiende que su sistema sirve para proteger conceptos como la camaradería y utilidad de las reuniones al mismo tiempo que se resiste a la monotonía. Se trata del fundador y director general de Slack, Stewart Butterfield. Slack es un instrumento de comunicación por el que circula mucha diversión de la que gusta en las oficinas, como los gifs. Lo crearon en 2013 para que sus desarrolladores pudieran comunicarse mientras discutían sobre un juego que diseñaban. Los participantes se conectan a “canales y la conversación fluye”. Una conversación en Slack funciona como un texto en grupo. Si te gusta teclear y compartir vínculos, resulta estimulante. Tiene la energía de las salas de chat de los primeros días de internet. Pero Butterfield cree que Slack puede ser una revolución para el mundo de las reuniones.
Entonces, ¿qué hacemos con las reuniones? ¿Las prohibimos?
Costache pensó un minuto y dijo: “No soy tan radical. Hay mucho valor en un encuentro cara a cara. Cuando los ingenieros que trabajan para mí tienen que decidir qué quieren hacer las siguientes dos semanas es difícil hacerlo sin reuniones; supongamos que estoy con otros tres ingenieros y debatimos una decisión arquitectónica para nuestro código base, hay tanta información, es como un río de información, que en una reunión que merezca la pena la dejamos fluir. La distracción de una persona significa que otra no comprenda. Es como un ducto gigante, demasiada riqueza. No cabe en Slack”.
Regresé al correo de Graham en busca de un gurú que, bajo cualquier pretexto, estuviera dispuesto a abolir de mi semana laboral cualquier reunión no urgente o amigable a cambio de largas y fructíferas horas en soledad. Graham aclara que “los que hacen” son las personas que necesitan tiempo de sobra para hacer su trabajo y los “encargados” son el resto de la gente.
Suena como si los encargados fueran personas a las que no se les permite tener tiempo para hacer su trabajo, cuyo trabajo no tiene importancia y, por lo tanto, no necesitan espacio para respirar. Quizás “el resto de la gente” son “los que hacen las cosas” y en un mundo tan interconectado lo más codiciado es la libertad de las redes que nos conectan y, al mismo tiempo, nos enredan. Así que no tengo dudas de que esa libertad solo le pertenece a unos pocos privilegiados.
Por supuesto que liberarse de esa “conectividad” es una fantasía depredada por el wifi. Después de todo ¿qué hay de malo en las reuniones? En el fondo, se trata de pasar tiempo con los compañeros. Odiar las reuniones es como odiar al tráfico, la familia o las fiestas. Es tan solo una manera más de mostrar nuestra ambivalencia sobre uno de los aspectos más inevitables de la existencia: el resto del mundo.
Vía NYTimes